Por José María Ruiz
I.
¿Realmente el subconsciente marca a las personas? ¿Y ver cómo la felicidad pasa a nuestro lado sin rozarnos? ¿Inconscientemente sufrimos? ¿Cómo puede sentirse un niño el día de Reyes cuando no recibe regalos? Porque así se concitó aquel 6 de enero de 1993 en la vida de Rufino, quizá hasta también se dio aquel 31 de diciembre de 1992, e inclusive el 24 de diciembre de 1992. Seguramente estamos marcados por los días. ¿Tenemos días que determinan nuestro ser?
Realmente, Rufino Hinojosa no contaba aún un año, pero sobre sus ojos pasaron las festividades y él vino a sentirse como una piedra en el camino, más cuando en Nochevieja quedó bajo el auspicio de los abuelos porque los padres se iban con cuatro amigos. Para las noches de juerga él era un obstáculo.
Súmese cuando sus Majestades de Oriente no depararon en su nacimiento para dejar un presente dedicado a él. Porque regalos había en la casa, véase unos zapatos, dos corbatas, una bata, dos libros (“El amor en los tiempos del cólera”, de Gabriel García Márquez, y “El largo adiós”, de Raymond Chandler) y una botella de whisky JB, para su padre, y una barriguitas, una pulsera, una bata, dos libros (“Los renglones torcidos de Dios”, de Torcuato Luca de Tena, y “Amor se escribe sin hache”, de Enrique Jardiel Poncela) y una botella de licor de melocotón, para su madre. Sí, esas sonrisas, esas caricias y esos besos no eran compartidos con él. Estaba, por así decir, desplazado.
Súmese cuando sus Majestades de Oriente no depararon en su nacimiento para dejar un presente dedicado a él. Porque regalos había en la casa, véase unos zapatos, dos corbatas, una bata, dos libros (“El amor en los tiempos del cólera”, de Gabriel García Márquez, y “El largo adiós”, de Raymond Chandler) y una botella de whisky JB, para su padre, y una barriguitas, una pulsera, una bata, dos libros (“Los renglones torcidos de Dios”, de Torcuato Luca de Tena, y “Amor se escribe sin hache”, de Enrique Jardiel Poncela) y una botella de licor de melocotón, para su madre. Sí, esas sonrisas, esas caricias y esos besos no eran compartidos con él. Estaba, por así decir, desplazado.
––Mira, Rufino, lo que me ha regalado papá ––decía impunemente la madre.
––Rufino, ¿te gusta la bata que mamá ha regalado a papá?
––Rufino, ¿quieres leer a García Márquez?
––Este whisky no es para ti, Rufino.
Ni un trocito de turrón se llevó a la boca por aquellos días, ni siquiera un sonajero. Naturalmente, aquella noche del 6 de enero Rufino Hinojosa acabó devolviendo.
––Dale unas gotitas de eso que le mandó el otro día el médico.
––¡Pero si las gotas son para los mocos!
––Bueno, algo ayudará ––sentenció el padre.
––Le voy a acostar. A ver si se duerme y se tranquiliza ––obró con diligencia la madre.
––Bueno, yo me voy a tomar un buchito del JB.
Hay quien dice que los niños a esta edad ni sienten ni padecen y aprovechan esos días impunemente para agujerear los lóbulos de la oreja o para circuncidar. Hay quien dice que los niños a esta edad son esponjas, ponte a hablarles en inglés cada dos por tres o juega con una pelota chiquitita de fútbol. Hay quien no dice nada.
––Tú qué dices.
––Nada.
Rufino intentó ser esponja, pero nadie le hablaba en inglés cada dos por tres. Se conformó con “La verbena de la Paloma”, que le cantaba el abuelo, y las películas de Sara Montiel y Lola Flores, que le ponía la abuela en el vídeo VHS. Así como un balón de fútbol de reglamento que le ponían en el suelo como aliciente para sus primeros escarceos gateadores, para sus primeros pasos y sus primeras caídas.
––Nada, nada. No ha sido nada. No llores.
––Ya se ha caído otra vez. ¡Yo pinchaba este balón!
––Pero si se ríe mucho cuando remata de cabeza. Ya ves lo contento que se pone cuando hay fútbol en televisión.
––¡Claro, le untas el chupete en el cubalibre!
En verdad, no faltaron los estímulos. ¡Cómo eran esos momentos en que su padre lo lanzaba hacia el techo y lo recogía en el aire, o cuando hacía el avioncito dando vueltas y más vueltas, o cuando le rascaba la tripita y le hacía pedorretas en el ombligo!
Llegó otro 6 de enero, llegaron los Reyes Magos de 1994, y al final hubo un presente para Rufino. Sí, un presente envuelto en papel de regalo. ¡Qué bonito era el papel de regalo!
––Y este paquete es para el niño de la casa.
––Ábrelo, Rufino. A ver qué es.
––Así, así. Rompe el papel.
––¡Ay, qué bonito! ¿Te gusta?
––Sí, es para ti. Todo para ti.
––¿Sabes lo que es? Pues es para cuando tengas ganas de mear o cagar. Sí, cuando tengas ganas vendrás a hacerlo aquí, a este orinal. Ya es hora de ir quitándote los pañales.
––Ya eres un niño grande.
II.
Seis meses van marcando la vida. El cuerpo así lo testifica: se ha curtido la carne, han brotado las llagas, el sudor ha bañado su cuerpo, entumecidas las manos, el pelo más canoso, el músculo más desarrollado, la mente...
––Nunca abandonas la mina, Rebujito.
––Me siento bien aquí.
––¿Nunca has pensado que esto es como una cárcel?
––Para mí quizá sea una tierra de libertad.
––Es difícil comprenderte.
––En eso tienes razón. Muchas veces ni yo mismo me comprendo. Envidia me dan aquellos que viven en la comprensión.
––Yo sé por qué estoy aquí.
––Yo también lo sé.
Ernesto es una persona tranquila y a Martín le complace estar con él, se siente en sosiego, se siente con un mínimo de paz.
––Yo sé para qué estoy aquí.
––Yo no sé para qué estoy aquí.
––Para ganar algo de dinero. Tú bien ahorrado lo debes tener, ya que no has gastado nada. No viajas al pueblo, no bebes, no juegas, no fumas. ¿Mujeres? ¿Tienes alguien que te espera? ¿Qué esperas? ¿A dónde irás?
––Muchas preguntas me formulas, Ernesto, y pocas respuestas son las que tengo. Solo te puedo decir que a mí ya no me espera nadie.
––Pero, ¿tú esperas?
––Ya no espero nada.
––No es buena vida esa ––le mira a los ojos fijamente––. Si los números me robaron, son los números los que me hacen vivir. Son unos números cortos, pero son unos números de verdad.
––Números que no han de perderse: una mujer, dos hijos, una casa y una tierra.
––Maravillosos números.
––¿Por qué te crees, si no, que hago estas horas extras de lavaplatos o de lo que sea? Tengo que ganar dinero, tengo que tener algo en reserva mientras la tierra empiece a dar sus primeros frutos. Un dinero para levantar bien la casa.
––Tienes una realidad y un sueño. ¡Felicidades!
––Me queda un mes en esta mina perdida, y después a vivir en los brazos de mi lucero. He venido aquí a ganar un dinero para vivir. Como has dicho: quiero vivir la realidad del sueño.
––Sí, tu sueño parece real. Sueños de pesadilla real viviste cuando te robaron esos números. Hoy vuelves a desafiar a los números.
––Sí. Yo nunca pensé vivir aquí escondido, porque tú te escondes.
––Quizá me esté escondiendo de mí mismo.
––Quizá me gustaría apostar a un número.
––No hay número fiable en esta ruleta.
––El número al que quisiera apostar se llama Martín Laso.
––¿Por qué aventurarse a esa apuesta?
––Porque yo necesito unos brazos que me ayuden con la tierra, porque tú podrías seguir escondiéndote de ti mismo, porque te he visto trabajar, porque en este clima no has levantado ninguna tormenta, porque tienes cabeza, porque te ha cambiado la cara.
––Gran confianza tienes en mí.
––Tienes un mes para rechazar la apuesta. Tú bien sabes que te has de largar de aquí un día u otro. Yo te estoy dando la posibilidad de elegir ese día.
––Gracias. Es una gran propuesta. No dudes que lo pensaré detenidamente.
––Eso no es un “no”.
––Tampoco es un “sí”.
Del desierto había brotado una perspectiva, ¿una ilusión?, acaso no, sí un soplo de ternura. En verdad, trabajar seis días a la semana le ha venido bien, aunque no aprovechase en ocio el día de descanso. Huidizo se había mostrado, tardó en darle unas patadas al balón con los muchachos, se perdía detrás de la lectura de algún libro, dejaba que el dinero durmiese en esa caja fuerte que proporcionaba el Estado. No, realmente no había pensado en el día después, porque llegaría el momento en que tendría que abandonar la mina.
Una sonrisa dibujó su rostro. ¿El sueño de la vida había acontecido? Quizá una ráfaga de aire vislumbró.
––Sigue contemplando la mina. Aquí esto es lo que hay, aquí no hay nada más. Más es lo que te ofrezco yo. Piénsalo, Rebujito, piénsalo.
––Gracias, Ernesto.
III.
Como una delicia de suavidad, de lírica ternura, de exquisita poesía, quedó temblando en su alma la impresión de aquella noche azul… El paseo con la nena ingenua y bonita había sido un baño de serenidad y pereza para su espíritu. Placer suave de una vaga ilusión.
Por la mañana, el café y la ducha; agua caliente, cuatro galletas de vainilla y una magdalena. Por la mañana, una moto para el viaje. Ross Berg no es amigo de los coches, bien quisiera un sidecar, mas esta Yamaha es su alondra. Un paquete acompaña su marcha; el casco y gas, nada más. Son 150 kilómetros, tal vez sean 200 kilómetros. Solo es un pueblo su meta.
Perdido, en la falda de una montaña, dividido por una carretera secundaria. Apenas 50 vecinos, una iglesia y un bar que conjuga en ultramarinos. Un silencio, tierra de agricultura, pastos de ganado. Una morada de dos alturas de dos alturas, casas de piedra, patios de tierra, cuadras, graneros… Un oasis.
Blanco despierta el día, mínimo el tráfico. Se acaban los semáforos, la carretera se abre. Suave sol, viento de cara. Se vislumbra horizonte, aflora el pueblo. No digas su nombre, que siga viviendo en paz: florido rosal de claveles, manto de verdor. Una vuelta para perfilar la mirada. Este es el destino.
––¡Tía!
––¡Zagal!
––Buena mañana se ha levantado. Dichosos los ojos que te ven.
––De camino a la huerta.
––Te llevo en la moto.
––Tú lo que quieres es llevarte la llave.
––La llave de tu corazón.
––Zangolotino. Bien puedes aparcar la moto en el granero. ¿No me preguntas por ella?
––Por tus ojos ladrones me he preguntado mil veces.
––Pastando a las vacas la tienes.
––Gracias. Tú bien me conoces.
––No hace falta mucho para conocerte. Siempre has sido un pillo. Prepárate un zurrón.
––Te llevo en la moto.
Duerme la moto en el corral, duerme el casco, duerme la “chupa”. Bien arropa su cuerpo el pantalón campero, una camiseta y un jersey. Queso, chorizo y hogaza de pan buscan acomodo en el zurrón. Una bota de vino acompaña toda la indumentaria.
––¿Qué haces por aquí?
––Departir. Verte sonreír. Pacer.
––Naturalmente, como las vacas.
––Pacer: dar paz.
––¡Y una mierda!
––Pasear mis labios por todo tu cuerpo, detenerme en los paraninfos de tu ser. Perderme en tus brazos, encontrarme en tus labios.
––Mucha labia le estás echando.
––¡Échame los brazos al cuello!
––¿Desde cuándo no vienes por aquí? ––su rostro se ensombrece.
––Desde que amaneció en arcoíris.
––Y desde entonces ni una llamada.
––Tres cartas.
––Sí, tres cartas.
––Escritas a mano, con la sangre de mis venas, con la tinta del bolígrafo.
––Con mucha tontería en tu prosa ––esboza una ligera sonrisa.
––Me conviertes en golosina cuando te rememoro. Chocolate ahora mismo soy.
––Algo agrio estás.
––Mermelada de fresa.
––No me empalagues.
––Nata derretida.
––Hartita me tienes.
––Una rosa brota, en estos momentos, de mi corazón.
––Ten cuidado con las espinas.
––¿Ni una sonrisa para este peregrino del amor?
––Dolor de muelas me estás dando.
––En mis labios se encuentra la medicina.
––Ve a por aquella vaca que se está desmandando.
––Que vaya la perra.
––La perra está descansando.
––¡Roma, Roma, Roma! ¿Ves qué cosas dice tu dueña? Tú bien que me quieres.
––¡Imbécil!
––Qué cariñoso ha sonado. Se deshace tu corazón de hielo, Nieves.
––¡Imbécil!
––Un besito, por favor. Un besito.
––¡Imbécil!
––Quizá dos besitos, dos besitos.
––¡Imbécil! Anda a buscar la vaca.
Alta y esbelta, estilizada en el precoz desarrollo de sus dieciocho años, podía mostrarse orgullosa hasta de la acentuada delgadez que aristocratizaba su cuerpo… Falsa delgadez de mujercita en capullo, porque ella sabía bien lo fino y armónicamente relleno de sus curvas incipientes.
Continuará...
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