Por Juana Celestino
CAPÍTULO II
Toronto, 29 de abril 1953
Gracias, Andrés, por tu cariñosa carta y tus buenos deseos, también por tu afán por encontrar el modo de limpiar mi nombre ante la justicia. El mismo día que recibí tu carta, por la noche soñé que llegabas al trabajo con una larga melena de pelo blanco. Te visité ese día y al preguntarte qué le había ocurrido a tu pelo me respondiste que se te había puesto así, de repente, por la preocupación de verme implicada en un delito de sangre. Entonces yo me reía a carcajadas sin parar. Fue un sueño desagradable, pero sí es cierto que ahora cuando cierro los ojos y me concentro en aquellas fechas que me parecen tan lejanas veo los acontecimientos, a pesar de su gravedad, con tintes novelescos y me resulta cómico saber que soy una fuera de la ley, una réproba de la justicia. Yo, una pacífica estudiante de música, que de no haber sido por los turbios negocios de mi hermano, llevaba camino (ahora lo veo claramente) de tener una existencia ‘adecuada’ y ‘apropiada’, y quién sabe si
, con el tiempo, viviendo con el recuerdo de algo que pudo ser y no sobrevivió a los ardores de la juventud; probablemente apartada de mi profesión y mi vocación musical por las responsabilidades familiares, atrapada en una telaraña convencional, con días llenos de rutina social, celebraciones familiares, horas de discusiones con tus hermanas sobre vestidos, peinados de moda… Un desperdicio de vida. Casi me alegro de haber caído en aquel agujero oscuro al que me abocó Ignacio, librándome de una existencia tan pobre y tan triste como la tuya: “…Lo que me lleva a pensar que mi vida finalizará en una sosegada desesperanza”. Aún resuena el eco de estas palabras que leí en tu última carta.
, con el tiempo, viviendo con el recuerdo de algo que pudo ser y no sobrevivió a los ardores de la juventud; probablemente apartada de mi profesión y mi vocación musical por las responsabilidades familiares, atrapada en una telaraña convencional, con días llenos de rutina social, celebraciones familiares, horas de discusiones con tus hermanas sobre vestidos, peinados de moda… Un desperdicio de vida. Casi me alegro de haber caído en aquel agujero oscuro al que me abocó Ignacio, librándome de una existencia tan pobre y tan triste como la tuya: “…Lo que me lleva a pensar que mi vida finalizará en una sosegada desesperanza”. Aún resuena el eco de estas palabras que leí en tu última carta.
Muestras preocupación por mi actitud y mis sentimientos ante el desarraigo. Debería sentirlo, ¿verdad? Sin embargo, si comparo mi estado con el de algunos exiliados que he conocido, no consigo encontrar paralelismo alguno. En México trabajé con un republicano español que vivía el exilio como una muerte lenta de la que se es consciente en todo momento. Sufría de un modo terrible el hecho de que, de un día para otro, le hubieran arrebatado su país, sus relaciones, su cultura y encontrarse con otras costumbres, otras gentes y modos de pensar. Tal era su dolor que estaba dispuesto a volver a España, aunque bien sabía el país que se iba a encontrar. Era como un suicida que deseara acabar sus días en brazos del amor del que le arrancaron bruscamente, pese a ya no lo reconociera.
Para mí, muy al contrario, el contraste de lo que fui encontrando fuera de mis fronteras geográficas y personales me proporcionó una sensación que se podría definir más de aventura que de desarraigo. Viajé hasta París y, cuando me sacudí el aturdimiento y la desorientación que me produjeron tanto los acontecimientos que me empujaron a la huida, como el estallido de la guerra, me encontré, como por arte de magia, en una ciudad abierta y alegre donde abundaban los cabarets y los teatros, con barrios atiborrados de pintores que improvisaban sus obras al aire libre y músicos callejeros que alegraban cualquier rincón de la ciudad y donde bullía la vida en los cafés. No tardé en acostumbrarme a esa sociedad libre y heterodoxa que empujaba a la acción, a la alegría de vivir, a ir siempre hacia delante, y, como con un suave chasquido de dedos, recobró vida una nueva Alicia, más liviana, con una ligereza de espíritu desconocida hasta entonces y la certidumbre del comienzo de una nueva etapa. El pasado estaba ahí, no lo rechacé, pero tampoco supuso un lastre; lo que se abría ante mí me daba alas para crear un nuevo presente.
Aunque conservaba los cheques y divisas que me había dejado mi hermano, me afané en encontrar trabajo, necesitaba hacer vida normal y contactar con otras personas. Los conocimientos de francés que adquirí en la Asociación Cívica me fueron muy útiles, y a las pocas semanas ya estaba dando clases de música a dos niñas encantadoras y deseosas de aprender. Durante algo más de un año atravesé la Place des Vosgues, en el Marais, tres día a la semana con mi carpeta de cuero marrón repleta de partituras y con la ilusión del presente recién estrenado, confiada en mi futuro y sintiendo que entraba en una nueva edad. Porque fue entonces cuando me vi por primera vez adulta y dueña de mi destino.
Mis alumnas eran hijas de un matrimonio que vivía, aparentemente, una existencia pacífica. Gaspard, el padre de las niñas, era profesor de lenguas modernas en La Sorbona; un hombre culto, serio y trabajador, autor de varios libros de texto de gran éxito. La madre, Sofía, de veintinueve años, catorce menos que su marido, era una mujer de natural alegre, irreverente y divertida, con una energía desaforada que ni siquiera su educación en un convento pudo aplacar. Hija de una familia alemana aristocrática, católica y militar vivía los fuertes contrastes impuestos por su temperamento y su estricta educación. Cuando yo la conocí ya se había cansado de su aburrido y buen marido, al que engañaba siempre que se le presentaba la oportunidad, y un día, en un arranque de expresividad, me dijo que para ella el matrimonio no tenía más importancia que el hecho de contratar a una asistenta. A partir de la visita a una galería de arte con una amiga, entabló una apasionada relación con un pintor que, aunque nunca pretendió ser vinculante por parte de ninguno de los dos, derivó en escándalo, pues no se cuidaron de disimularla. El marido le dio un ultimátum amenazándola con echarla de casa y ella, que adoraba a sus hijas, aprovechó unos días que él se ausentó de París por trabajo y escapó con las niñas a Munich al abrigo de su familia.
Gaspard me recordó desde el principio a mi padre, un hombre correcto, cabal y en el que todo se desenvolvía en su justa medida, quizá por el papel de entera responsabilidad que tuvo que asumir al quedar viudo siendo Ignacio y yo pequeños, pero también por carácter. Era como muchos padres que canalizan su orgullo en las esperanzas en sus hijos. Gracias a él, a la promesa que me arrancó antes de morir de procurar llegar a ser lo que yo quisiera, tuve el empuje de iniciar los estudios de violín en el Conservatorio compaginándolos con mis tareas de magisterio. No sabía hasta qué punto esta decisión me iba a salvar la vida.
Durante el tiempo que trabajé en aquella casa me sentí cómoda y querida, una sensación que me trasladaba a los fines de semana que pasaba con tu familia en El Escorial. Sin embargo, el día que Sofía huyó a Alemania y supe que finalizaba aquella etapa miré en otra dirección dejando atrás aquellos días de acogimiento, música y risas. Esta reacción de desapego, puede que estrategia emocional, ha sido una constante en mi vida, y los momentos que a lo largo de ella se han ido sucediendo han ido a su vez dejado paso libre a los que estaban por llegar permitiéndome soltar, sin ninguna resistencia, cualquier experiencia por gratificante que fuera.
Una noche, en un café donde trabajaba amenizando veladas, me llegaron rumores de guerra en Europa. No me lo pensé y, prestando oídos a los alarmistas, a los pocos días abandonaba París. Me negué a presenciar las escenas vividas en mis últimos días en España de gente corriendo, chillando, desesperada. Tras algunos meses de movimiento e incertidumbre volví a encontrar unos brazos abiertos en México, donde trabajé como maestra formando a profesores en zonas rurales, y donde también colaboré en otras tareas como la redacción de cartas donde plasmaba las súplicas de todos aquellos derrotados que habían escapado de la pesadilla y se sentían viviendo en una especie de gueto con la idea fija de volver.
Fue en México donde conocí, al cabo de unos meses, a un comerciante de tejidos inglés que, ante la imposibilidad de abrirse camino en su país a causa de la guerra, se había instalado en Australia; le iba bien y me comentó que en Nueva Zelanda se podían encontrar muchas familias muy bien situadas que proporcionaban a sus hijos una educación bajo el patrón de la que se ofrecía en las mejores familias inglesas. Me animó a ir, asegurándome que no tendría problemas para encontrar trabajo como profesora de música. Me describió Nueva Zelanda como un paraíso natural con extraños paisajes, plantas y animales desconocidos en otros continentes.
A través de la embajada inglesa en México conseguí algunas direcciones para buscar trabajo y un día me vi dando clases de piano a tres niños, hijos de un banquero, en una casa grande y cuadrada, pintada de blanco, con una terraza de columnas pequeñas y un balcón que la rodeaba. Disfrutaba viendo a los niños jugar al aire libre, bien alimentados, llenos de atenciones y cuidados. Los jardines superaban con mucho al paraíso natural que siempre he soñado para mí desde que mi padre me llevó a Madrid y dejamos la isla de La Palma. Yo misma vivía, no muy lejos, en una pequeña vivienda donde vistosos macizos de flores flanqueaban la entrada de la casa.
Estaba fascinada por el cambio, y tan lejos del dolor del exilio en el que había dejado a todos aquellos pobres desgraciados en México, que en algún momento llegué a sentirme culpable por haber huido de ellos y negarme a seguir compartiendo sus miserias y lamentos. Culpable de ser feliz.
Sin embargo, con el tiempo sentí la necesidad de salir de aquella isla paradisíaca, una especie de tierra prometida donde había canalizado toda mi energía en el trabajo y llevado una vida social ajena y rutinaria.
La única amistad que he tenido en la isla ha sido Edith, la tía de unos niños a los que enseñaba un poco de todo. Desde el principio la vi diferente, una mujer con gran talento e iniciativa en su vida. Es algo más joven que yo, pinta unos peculiares retratos de niños y tiene su propio estudio. Aunque su familia disfruta de ciertas comodidades, son nueve hermanos y se ha costeado sus estudios trabajando en la biblioteca de la Escuela de Bellas Artes; el año pasado, mediante una exposición de su obra, ganó lo suficiente para pagarse un billete hasta Sydney donde se ha dado a conocer y tiene bastante éxito. Gracias a sus contactos he conseguido el trabajo en Toronto y, aunque no llevo más de un mes, siento que “respiro” mejor.
Es verdad que Nueva Zelanda fue un destino que elegí de forma voluntaria; podría haberme quedado en México o Argentina y quizás mi vida hubiera sido más fácil en una cultura parecida y hablando mi propio idioma. Sin embargo, cuando la guerra me empujó a salir de Francia, aquellos amontonamientos de gentes que huían del horror me provocaron aversión a las multitudes y durante un tiempo no pude quitarme la sensación de cierto abarrotamiento; deseaba vivir en algún lugar despoblado y lo más alejado posible de todo aquello. Una isla en las antípodas del horror me pareció el lugar ideal. Desde entonces, mi espacio y las invasiones del mismo han sido una obsesión para mí, aunque supongo que el hecho de haber salido de la isla y empezado una nueva vida en una gran ciudad puede considerarse un síntoma de recuperación.
Incluso he ido al cine, la última película que recordaba, El muelle de las brumas, una mezcla de drama, romance y crimen, la vi en París. Aquí he disfrutado como hacía tiempo con una película norteamericana, Berlín Occidente. Me ha encantado la actriz Marlene Dietrich, me gusta cómo habla, cómo canta, cómo se mueve, cómo mira, cómo fuma. Yo también fumo. Me aficioné en París y, aunque en un principio empecé a hacerlo por pose, por moda, se ha convertido en un placer del que ahora me resultaría difícil prescindir.
De repente tengo la sensación de dirigirme al Andrés que conocí en un cumpleaños, al que asistí porque no tenía nada mejor que hacer, el que llevaba un sombrero panamá sobre su pelo rubio aquel día de junio lleno de sol y risas.
Yo también te deseo lo mejor.
Alicia
***
Madrid, 30 de abril de 1953
Querida Alicia:
Al fin noticias tuyas. Hace meses que reviso el correo esperando encontrar ese sobre color vainilla con el remite de tu seudónimo masculino. Afortunadamente no ha sido desgana, solo una mudanza ¡de 14.000 km! Ya estás un poco más cerca.
Acabo de llegar a Madrid de un viaje por trabajo en Lisboa y he recordado, cómo no, aquellas vacaciones que pasamos en Caparica en casa de Agostinha, la novia de Ángel. Pero no son los días de playa los que he retenido en la memoria, sino los que pasamos en Lisboa: el viaje en tren de noche, tu boina color granate, el placer con el que degustabas las queijadas de requesón y canela, aquel tranvía al que nos subimos al azar y que nos llevó hasta el Cementerio de los Placeres con sus calles y avenidas, sus puertas, ventanas y visillos, incluso con sus felpudos que tanto te divertían; nuestra cercanía mientras disfrutábamos allá arriba de la vista del río Tajo…
Tienes razón al reprocharme mi pasividad. Llevo una vida que no siento que me pertenezca, en la que me dejo llevar por una rutina laboral y familiar que hace que todos los días parezcan iguales y reunidos formen uno solo. Pero no veo opciones, o no tengo interés en hallarlas, y justifico mi actitud en mi responsabilidad como funcionario del gobierno, como marido y como padre para olvidar que como persona he renunciado a mi propia felicidad. Este sentimiento me viene a retazos, por momentos, pero son tantas horas las que paso en el ministerio que la insatisfacción se diluye entre los asuntos a resolver de cada día. Por mi actitud se diría que el exiliado soy yo, y quién sabe si no es así. Un exiliado de su propio ser.
La guerra aturde, trastoca el orden y desorienta, y yo estoy en el lugar al que he llegado como un autómata que no sabría qué hacer si no pusieran en funcionamiento su mecanismo. Sin embargo, aunque sé que mi responsabilidad como individuo es buscar mi propio destino, no siento amargura por llevar una existencia que no deja de sorprenderme por lo ajena que me resulta en ocasiones. A veces me siento como espectador de mí mismo, alguien que observa a otro moverse, tratar con otras personas, realizar tareas con aplicación y cumplir responsabilidades. Es esta actitud distante la que me da cierta irresponsabilidad sobre mis actos, la que me salva; otras veces, sin embargo, es la que me empuja a la crítica y la descalificación de mí mismo y me pregunta, ¿qué haces aquí?
Ya lo sé, llevo una vida triste, y en un país triste y destartalado. Hace unos días paseando por los alrededores de mi casa, en San Bernardo, fui a parar a la calle Feijoo donde viví mi infancia. Era una calle alegre donde a todas horas se oían voces de vecinas que hablaban a lo lejos, los pregones de los vendedores de fruta, de helados, de quesos, y a los afiladores, y los gritos de los niños jugando.
Al final de la calle busqué el lugar donde estuvo, antes de que la guerra lo destruyera, el taller de encuadernación por donde pasaba todos los días camino de la escuela. Más de una vez llegué tarde a las clases fascinado por aquel lugar, por su olor a cuero y los vistosos papeles de aguas secándose en cordeles, el silencio concentrado de los artesanos cosiendo los libros en los telares, encolándolos, dorándolos, prensándolos y dejándolos reposar emparedados entre tableros. No sé cuánto tiempo pasé mirando por los alrededores y cuando creí dar con el lugar exacto se me ocurrió curiosear por si encontraba algún objeto, cualquier cosa que pudiera servirme de recuerdo, un asidero entre el ayer que se auguraba feliz y el presente lleno de recuerdos enterrados bajo los escombros.
A veces me pregunto por qué atajos de la mente me he ido guiando para llegar a ser lo que soy. Ni tan siquiera sé por qué estudié la carrera de derecho, una profesión que no entraba dentro de lo verosímil viniendo de una familia de comerciantes y pequeños empresarios. Recuerdo que, cuando me preguntaban de niño qué quería ser, siempre respondía que pintor, y no porque me gustara o supiera pintar, sino porque me fascinaba un cuadro que había en el zaguán de la casa de El Escorial, y una de las razones por las que me gustaba ir a la sierra era para “reencontrarme” con aquella acuarela luminosa de trazos delicados. Representaba una escena al aire libre donde, bajo la gran rama de un árbol, un grupo de hombres y mujeres, vestidos a la moda del siglo XVIII, escuchaba la música que tocaba un arlequín de espaldas a ellos con un instrumento de cuerda. En primer plano, una mujer con antifaz y abanicándose miraba, ajena al grupo, a dos cisnes blancos que nadaban en un estanque. Me embelesaba mirando aquel cuadro dejándome envolver por la luz que desprendía. Me disgustó ver, a la vuelta de un fin de semana, que el cuadro había sido sustituido por un espejo y que lo habían subido al desván donde lo encontré cubierto por una sábana, en total oscuridad. A partir de aquel día ya no supe qué responder cuando me hacían la clásica pregunta sobre mi profesión de adulto.
Esto me trae a la memoria que hace unos días recibí noticias de mi prima Isa, recuerdo que la querías mucho. Ella sí que sabía con rotundidad qué quería ser de mayor. Lo supo a los siete años cuando la retrataron junto a sus hermanos en un estudio de la calle Bravo Murillo. Aquel día le dijo a todo el mundo que de mayor quería ser fotógrafa, siempre ha sido muy expeditiva en todo. Me suelen llegar un par de cartas suyas al año desde Dublín, donde se casó con aquel brigadista irlandés que conoció en Madrid y con el que sigue feliz, a pesar de lo chocante que les resultaba a los que les conocieron una pareja donde él manifestaba públicamente su preferencia por mujeres hacendosas de su casa y de su familia, y ella, una mujer de espíritu libre que buscaba su oportunidad profesional en un oficio masculino. Isa me ha contado alguna vez que nunca tomó en serio su actitud de hombre tradicional, y confesaba que lo que le había enamorado de él era que, al contrario que la mayoría de los hombres que había conocido, no se enorgullecía de no demostrar sus sentimientos y se mostraba afectuoso tanto con hombres como con mujeres; él, seguramente se sentiría fascinado por un tipo de mujer tan opuesta a la imagen de lo que creía buscar, supongo que le resultaría refrescante estar con alguien tan independiente, que no le exigiera o le hiciera decidir nada, ni le agobiara con resolución de conflictos por su condición de hombre.
Aunque la posición política que adopté cuando estalló la guerra me alejó de mis primos, tuve oportunidad de retomar el contacto con Isa al finalizar la contienda por las gestiones que llevé a cabo desde mi puesto en Falange para que Aidan, al que no llegué a conocer personalmente, pudiera salir del país y más adelante ella pudiera reunirse con él. Las últimas noticias que tengo de Isa me llegaron hace un par de meses a través de una postal enviada desde Inglaterra donde expresa su entusiasmo por el encargo de un reportaje fotográfico sobre las inundaciones del Mar del Norte. Saber que en cierto modo he sido el artífice de la felicidad de otras personas me compensa de mi propia desidia existencial.
He releído varias veces tu carta. Quiero saber más cosas de tu vida, estoy impaciente por conocerlas. Siento por ti inquietud y admiración… Me inquietas, sí. Gracias, gracias por tu larga carta. Escribe pronto.
Con cariño
Andrés
Continuará...
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