En el avión que la traía de regreso a Madrid después de más de veinte años, Rosalía lucha a duras penas por controlar esa inexplicable sensación de ahogo que le pellizca el corazón. El miedo a enfrentarse con todo su pasado y las emociones contenidas durante semanas, le provocan un malestar que se manifiesta en un dolor explícito localizado en la boca del estómago. Se pregunta por qué razón había aceptado sin rechistar el regalo de su hija, sin darse cuenta de que probablemente no sería capaz de luchar, de golpe y en solitario, contra todos aquellos fantasmas que le habían atosigado durante años.
Charlotte y los niños la habían acompañado al aeropuerto de Bruselas. Charlie prefirió despedirse de ella en casa, quizá temeroso de no poder controlar las lágrimas al verla partir. Era la primera vez que se separaban y no quiso arriesgarse a estropear un momento que, suponía, era de vital importancia para su mujer. Sentía miedo al tener que afrontar los días sin ella, la persona que había conseguido que volviera a tener ilusión por la vida después de sufrir aquel accidente que casi le deja postrado en la cama para siempre. De no ser por su ayuda y su apoyo incondicional durante las sesiones de rehabilitación, Charlie estaba seguro de que jamás hubiera conseguido volver a caminar.
Mientras rechaza amablemente las bebidas que las azafatas le ofrecen durante el vuelo, Rosalía observa de reojo a su compañero de asiento, un hombre de aspecto amable, tez morena y abundante cabello blanco. Su cara refleja una inequívoca sonrisa que no se esfuerza en disimular, y que contrasta claramente con el rictus de temor que muestra su propio rostro.
-Estos aviones tan modernos, que apenas comienzan el despegue, ya están volando a la velocidad de la luz… En dos horas nos plantamos en Madrid. ¡Casi lo mismo que hace cuarenta años, cuando regresar a mi tierra me llevaba al menos un día de viaje por carreteras infernales! Los vuelos estaban reservados sólo para las clases pudientes. Afortunadamente, en algo hemos avanzado después de una vida repleta de sacrificios. -Y en ese momento, se vuelve a Rosalía para continuar una conversación que ya no abandonarán hasta su llegada a la capital.
El hombre se dirige a ella en un perfecto español, intuyendo, por su aspecto, que se encuentra ante una emigrante más que regresa a su país de vacaciones, como es su propio caso. Rosalía sonríe y le contesta en su misma lengua, aquella que jamás dejó de utilizar en sus pensamientos y que se esforzó, obstinadamente, por inculcar a sus hijos, como una reivindicación más de un origen que ella misma se había empeñado en olvidar en innumerables ocasiones.
-Es mi primer viaje a España en muchos años. Tengo miedo de lo que voy a encontrarme y de sentirme perdida en un país que sólo conozco ya por las noticias que sigo a diario en la televisión -confiesa Rosalía con un leve temblor en la voz.
Su compañero de viaje le sonríe con afecto y durante las dos horas escasas que dura el vuelo, se empeña en informarle de los cambios que, a su entender, habían convertido el país en una especie de paraíso donde todo el que lo pisaba deseaba permanecer y adoptar el modo de vida mediterráneo que tanto añoró durante su largo exilio por tierras europeas.
Se despidieron amablemente al pisar la terminal de llegadas del aeropuerto de Barajas. De inmediato, se sintió perdida en aquel trasiego incesante de personas que la abarrotaban. Buscó, inquieta, la salida y se dirigió angustiada a la parada de taxis, intentando descubrir alguna cara familiar que consiguiera sacarla de aquel barullo de pasajeros y equipajes en que se convertía cada día el aeropuerto. Con infinito desasosiego le facilitó al taxista la dirección exacta a la que se dirigía y no logró articular apenas una frase coherente durante el tiempo que duró el trayecto.
Se alojó en un pequeño hotel bastante céntrico, pero tranquilo, próximo a la plaza de Colón. Dedicó el primer día de su estancia a intentar situarse en esta ciudad que le resultaba tan desconocida, a pesar de haber conservado de ella recuerdos que habían permanecido fijos en su memoria. Paseó por sus calles, visitó las tiendas cercanas del barrio de Salamanca y disfrutó saboreando las típicas tapas madrileñas servidas en los bares y restaurantes de la zona. Hasta pasados tres días no se atrevió a acercarse a su antiguo barrio, temerosa de encontrarse con una realidad diferente a la que conservaba intacta en su recuerdo.
A bordo de un autobús, enfiló el Paseo de la Castellana hasta el límite con la plaza de Castilla y allí se apeó en busca de su pasado. Un pasado con el que iba a toparse más pronto de lo que hubiera podido imaginar.
Callejeó sin prisa por su antiguo barrio. Las humildes viviendas de antaño se habían convertido en impersonales y desangelados bloques de pisos. Las calles sin asfaltar que ella recordaba, ahora eran amplias avenidas entre las que no conseguía orientarse. Se dirigió al parque donde correteó de pequeña y en el que dio sus primeros besos de adolescente, en aquellos bancos de madera que parecían resistir el paso del tiempo. De repente, una voz que le resultó extrañamente familiar le hizo volver el rostro con aprensión. El hombre limpiaba con cariño las lágrimas de una mujer que a primera vista aparentaba rebasar ampliamente los ochenta. Se dirigía a ella con infinita ternura y le dedicaba frases repletas de cariño, como quien se expresa ante una niña pequeña que todavía no es capaz de comprender enteramente una conversación. A su alrededor, unos niños jugueteaban distraídos y sin prestar atención al llanto inconsolable de la mujer.
-Venga, cariño, no te preocupes más. Ahora mismo volvemos a casa y te ayudo a cambiarte de ropa. Estos pequeños no te han manchado adrede y además, no tiene ninguna importancia. -Y sin más, se levantan dispuestos a marcharse.
En ese momento el hombre repara en ella, que observa la escena con atención. Sus miradas se cruzan un segundo, antes de que Rosalía acierte a bajar la cabeza, un poco avergonzada. Andrés, incrédulo y ahogado por la emoción, sólo acierta a musitar:
-Rosalía… ¿Eres tú?
Andrés nunca olvidó aquellos ojos tan expresivos, que seguía conservando a pesar de los años transcurridos. Ella apenas logró balbucear un breve saludo, mientras intentaba recomponerse de la impresión que le producía un encuentro como aquel, nada más pisar su viejo barrio.
Andrés le pidió que les acompañara a su casa. Le presentó a su esposa Carmela, quien, con su mirada ausente y sonrisa inexpresiva, le saludó con un beso totalmente vacío y sin pronunciar una palabra. Por el camino, y tras reponerse de la sorpresa inicial, él le fue explicando que Carmela padecía un mal, sin diagnóstico preciso, que le provocaba intensos estados de angustia y tristeza sin motivo aparente, y una degeneración progresiva de la memoria para la que no existía curación posible. Dedicaba todos sus días a cuidarla, consciente, como era, de que el final estaba próximo.
-Nunca tuvimos hijos y esa pena la arrastró durante años. Yo creo que ésa es la verdadera causa de su estado: un dolor que no ha logrado nunca superar, que le ha afectado el alma primero y a continuación la mente.
Conversaron durante horas sobre su vida. Andrés no dejaba de observarla con devoción y Rosalía volvió a sentir aquel hormigueo en el estómago que le provocaban de nuevo las emociones contenidas durante años.
-Cuando te marchaste con Darío, pensé que nunca podría superarlo. Por momentos, creí llegar a enloquecer. Pero conocí a Carmela a los pocos meses y, con su apoyo y su inmenso amor, logré perdonar y olvidar todo el mal que me hiciste con tu huida -concluyó sin apenas poder enfrentarse a su mirada.
-Y, sin embargo, al final nada ocurrió según lo previsto. ¡Éramos tan jóvenes, tan inexpertos…! -Rosalía lo explicaba con una emoción mal contenida- Me equivoqué en todo y tuve que esconder mi fracaso. Mis ilusiones de convertirme en una artista de éxito fueron una auténtica quimera. Darío nos abandonó en París a nuestra suerte. Se marchó sin apenas despedirse. Jamás volvimos a tener noticias suyas.
-Darío falleció hace años en un accidente de automóvil. La noticia salió publicada en los periódicos de sucesos. Tampoco yo volví a verle –le informó Andrés de manera aséptica y con gesto imperturbable.
El rostro de Rosalía no reflejó ningún sentimiento tras conocer el destino final de quien fue el artífice de su huida de España, en busca de un sueño que jamás logró materializarse, más allá de unas cuantas galas y espectáculos en salas de fiestas de tercera y con escasa repercusión para su carrera musical. De todos aquellos años transcurridos en París, de los sinsabores y de las penurias que tuvo que afrontar, dio cumplida cuenta aquella tarde ante su amigo, su primer amor, y un sinfín de recuerdos encerrados bajo llave durante demasiado tiempo en su memoria, salieron por fin de sus labios, intentando justificar un abandono que nunca llegó a perdonarse.
Se separaron aquella tarde no sin antes intercambiar direcciones y teléfonos, prometiéndose seguir en contacto y volver a verse antes de la marcha de Rosalía. De camino al hotel donde se hospedaba, paseó de nuevo por el barrio buscando la situación exacta de la vieja tienda de ultramarinos que regentaban sus padres. Cuando por fin logró localizarla, encontró en su lugar un moderno hipermercado que ocupaba casi una manzana entera de su vieja calle. Cerró los ojos y casi pudo distinguir, sin apenas esfuerzo, a las clientas que se acercaban a realizar su compra diaria, entre los típicos chismorreos del vecindario y las peticiones continuas del “apúntame esto, que ya te lo pagaré” o “Rosalía, muchacha, apresúrate, que no tengo todo el día”. Y su padre, Antonio, con el que nunca jamás volvió a hablarse tras su marcha, mirándola con reprobación cada vez que la sorprendía realizando sus piruetas delante del espejo.
En ese instante supo que tenía que enfrentarse al momento más doloroso de su viaje a España. Desde su última visita, cuando Charlotte sólo contaba con un año de vida, Rosalía no había vuelto a ver a su madre. Ascensión languidecía, consumida por los años y la enfermedad, en una residencia religiosa en la que tuvo que ingresar cuando ya no pudo valerse por sí misma. Conservaba su cabeza en plenitud de facultades, aunque se había abandonado a sus recuerdos y una intensa melancolía la había sumido en un estado casi vegetal. Apenas se relacionaba con ningún otro residente, más allá de las típicas frases de cortesía. Dedicaba tardes enteras a releer, de forma obsesiva, las cartas que, a pesar del tiempo transcurrido, su hija nunca había dejado de enviarle, y en las que le relataba historias, casi siempre inventadas, que en poco o nada reflejaban su auténtica vida. Con los años, Rosalía fue espaciando el envío de esas cartas, que cada vez le resultaba más trabajoso redactar, en un idioma que apenas utilizaba y dirigidas a alguien con quien había perdido el contacto físico hacía ya demasiado tiempo. A pesar de llevar más de media vida lejos de su madre, no había conseguido apaciguar un intenso sentimiento de culpa ante el abandono al que la había sometido. Ella había sido su única hija, y aunque la relación entre las dos no siempre fue fácil, Ascensión adoraba a Rosalía y nunca había sido capaz de superar su marcha, a pesar de los años transcurridos.
La noche anterior a la visita a su madre, Rosalía apenas había conseguido conciliar el sueño. Se preguntaba cómo reaccionaría su madre y ella misma al enfrentarse cara a cara después de tanto tiempo. No supo identificar si aquella congoja que sentía en el corazón, aquella dificultad para respirar, se debía al intenso calor que asfixiaba Madrid en los días de verano o, en realidad, era consecuencia del temor que sentía ante una cita que ya no podía retrasar por más tiempo.
El camino en autobús hacia la residencia, situada en las afueras de la ciudad, se le hizo interminable. Intentaba poner en orden sus ideas para poder ofrecer a su madre una explicación mínimamente razonable y justificar así su ausencia durante tantos años. Cuando empujó el portón de la entrada, que daba acceso a las instalaciones, fue consciente de que tantos preparativos no habían servido para nada frente a la inmediatez de un encuentro que le provocaba tanta congoja como angustia mal contenida. Suspiró y se encaminó con paso firme a la recepción.
Atravesó los cuidados jardines que, a esa hora de la tarde, se encontraban repletos de residentes paseando con sus visitas; algunos dormitaban en los bancos de madera y otros se enfrascaban en conversaciones relajadas y repetidas una y otra vez, sobre tal o cual historia que les había acontecido, aquel suceso mantenido vivo en sus frágiles memorias a fuerza de repetirlo como una cantinela. Historias de unas vidas detenidas, en la mayoría de los casos, en aquellos lejanos años que, a duras penas, lograban mantener intactas gracias a la evocación diaria y reiterada de lejanos acontecimientos.
Cuando estaba a punto de dirigirse a un empleado al que preguntar, distinguió en su camino la silueta de una mujer, que, sentada a la sombra de un inmenso ciprés, apretaba contra su regazo un pequeño álbum de viejas fotografías. Explicaba a un acompañante imaginario las identidades de los protagonistas de aquellas imágenes desgastadas en blanco y negro, con una vocecilla apenas ininteligible.
-Aquí fue cuando nuestra niña hizo su primera comunión. Apenas pudimos celebrarlo, porque los ingresos de nuestra tiendita no daban más que para sobrevivir. Pero pudimos comprarle un vestido blanco precioso, con el que se sintió como una verdadera princesa. Era muy guapa mi Rosalía. Se marchó, ¿sabe usted? Y llegó a triunfar en el mundo del espectáculo. Era la mejor cupletista que dio nuestro país. Triunfó en las mejores salas de espectáculos de toda Europa… Pero no, no guardo ninguna foto en este álbum de todos sus éxitos. Las conservo en un libro aparte, lleno de recortes de periódicos y revistas donde cada día ocupaba páginas enteras en los ecos de sociedad y del espectáculo… Otra tarde se las enseño. Ya verá, ya, qué guapa era mi Rosalía. Todavía andará por ahí llenando teatros. Por eso cada vez le lleva más tiempo venir a visitarme…
Rosalía ahoga una mueca de dolor al reconocer a Ascensión en aquella figura menuda y encogida, que acaricia sin cesar su viejo tesoro de fotografías. Se acerca a ella con temor e, intentando mantener la compostura, sólo acierta a sentarse en cuclillas frente a ella, atraerla hacia sí y pedirle perdón, primero en un susurro y después en medio de un llanto que ya no es capaz de contener.
De la conversación que madre e hija mantuvieron después, jamás Rosalía dio ninguna explicación a nadie, ni tan siquiera a Charlotte, su eterna confidente. Las palabras que Ascensión fue o no capaz de expresar, se quedaron para siempre guardadas en su memoria y en aquel abrazo en el que Ascensión la estrechó, sin apenas fuerzas y sin llegar a saber nunca, a ciencia cierta, si aquella mujer que lloraba desolada entre sus brazos era realmente Rosalía, su Rosalía.
Cuando llegó el momento de regresar a Bélgica sintió que, por fin, había logrado saldar la deuda que tenía pendiente desde hacía ya demasiado tiempo.
Continuará...
0 comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.