Por José María Ruiz
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
I.
––Caca, sí, ahí, eso. Caca,
muy bien. Caca.
––Caca, no.
Eso es caca. Caca, malo.
Así era la
realidad de irreconocible para Rufino. Que una
misma palabra conllevaba la afirmación y la negación en sí misma. Había “caca”
buena y “caca” mala. Más cuando para él la caca buena era la caca mala para los
padres, así como la caca mala para Rufino se convertía en caca buena para los progenitores.
Unas hormigas en
el parque, caca; un macarrón por el suelo, caca; meter las manos en la papilla,
caca; morder una pelota de tenis, caca; sacar la pelusa de la alfombra, caca…
El mundo era una caca.
––Siéntate
en el orinal. Así, quietecito, y hasta que no lo eches no te levantas. Dices
que no tienes ganas y es ponerte el pantalón y zas, todo encima. Eso, caca y
pis. Sí, también pis. Mira qué guapo estás ahí sentado. ¿Ya? ¿No? Pues a seguir
en el trono.
Es una verdadera
caca ser observado en tamaños menesteres, y más ungiéndote
con prisas, que se te clava el plástico, que te entran unos sudores que te
descomponen el cuerpo. Muy poco relajada resulta la defecación cuando llega una
visita.
––Aquí, con
el niño. Enseñándole a hacer sus necesidades.
––¡Qué
grandecito se te ha puesto!
––Come
bien.
––¿Sigue
con las papillas?
––Sí, ya va
con puré y verduras espachurradas, y una miajita de pescado.
––Mira qué
carita pone.
––Eso es
que está cagando. A ver, sí. Hoy lo has hecho muy bien. No te levantes que voy
a por papel.
––Está
aprendiendo a ser un hombrecito.
Un hombrecito que
correteaba, que se entretenía con las palas y los cubos de otros niños, que era
el juguete de la vecina, que se comía onzas de chocolate relamiéndose. Sí, ya
le llamaban hombrecito.
––No está
tan escuchimizado ––el hermano de mamá, Antonio,
siempre fue muy gracioso––. Pero para
jugar al baloncesto no me sirve.
Antonio, el Hormiguita. Así le llamaban en su
trabajo.
––Rufino,
qué refinado estás ––su sentido
de humor era muy suyo.
––¡Chupete,
caca, ya! ––empezó a decirle su madre con tono de
reproche.
Incomprensible el
mundo de los adultos. ¿Cómo podía ser caca algo que le había acompañado durante
toda su vida? Si lo venían a untar con leche condensada, con mermelada y hasta
alguna vez con ginebra (sí, el tío Antonio).
––Toma el
chupete, cariño, y duérmete.
No había nada
como el chupete para conciliar el sueño. El chupete era bueno, no cabía duda. Y
si era bueno entonces por qué hoy es caca.
La caca era que te quitaran el chupete y lo escondieran.
––¿Dónde
está mi niño? ¡Rufino! ––la abuela Engracia aportaba
sensatez a la familia Hinojosa––. Levántate de la
cama,
que traigo una sorpresa para este niño chiquitito.
No hubo despertar
más placentero, pues su gracia hacía posible que el invierno fuese primavera.
Tres besos y la caricia de su mano.
––Ha
llegado el día. Has de saber que en este mundo hay otros mundos, y a partir de
hoy hay que alumbrar la imaginación. Vente al sofá que aquí tengo una vitamina
para la mente.
––Sí, lela.
Sí, lela ––decía Rufino alegremente.
––¡A-bu-e-la!
––Alela.
Y sentados en el
sofá, rodeando con el brazo al niño, la abuela Engracia empezó a decirle:
––Aquí te
presento a un amigo mío que se llama Oscar Wilde. Un hombre que contaba unas
historias muy bonitas. Ya cuando hables bien, comenzarás a
escribir. Pues Wilde vino a escribir teatro, novelas y cuentos. ¿Quieres que te
lea un cuento?
––Cuento.
––Sí, pues
vamos allá. Este cuento se titula “El príncipe feliz”, y tú, que eres mi
príncipe, lo vas a oír. No lo entenderás, pero todo llegará. Ahora irás viendo
las letras. Las letras sirven para escribir y leer.
––Cuento.
––Sí. Ya,
ya te cuento este cuento, aquí empieza “El príncipe feliz”: “Dominando la
ciudad, sobre una alta columna, elevábase la estatua del príncipe feliz…”.
Y aquella tarde
habría
de ser rememorada muchas veces, muchos cuentos leía la abuela, y más cuando
vino a introducir los discos de cuentos. A 45 revoluciones por minuto aprendió Rufino las moralejas de “Los tres
cerditos” y “Los dos conejos”, la canción de “El enano saltarín”, el suspense
de “El silbato mágico”, la melancolía de “El soldadito de plomo". Siempre
le gustaron “El lobo y los siete cabritillos” y “Los tres ositos”, y los
clásicos “Garbancito” y “Pulgarcito". Soñó el sueño de “La lechera” y su
corazón se iluminó con “Pinocho”.
La imaginación
había nacido para el intelecto de Rufino.
II.
No se atrevió, no. No era su
elemento natural sujetar las riendas a un caballo. La prudencia
se impuso a la hora de cabalgar, de ahí que Martín abandonase la mina a lomos
de una mula, ya para regocijo de sus compañeros, ya para seguir la propuesta de
Ernesto, el destino de Ernesto. Él bien montaba a caballo, él bien abría el
camino.
Con nada entró en
la mina, con la amistad parte hoy. Unas cuantas libras de café, mayor cantidad
de alubias y una paga bien ganada. Atrás quedaba la miseria de la soledad y, si bien estaba diciendo “adiós”, más verdad era que sus labios
pronunciaban “hola”.
Un hola comienzo de una mínima esperanza enmarcada en ilusión, un hola a ese camino que se abría al recorrerlo, un hola a la mañana nacida con los rayos del sol, un hola al corazón que volvía a palpitar con serenidad.
Un hola comienzo de una mínima esperanza enmarcada en ilusión, un hola a ese camino que se abría al recorrerlo, un hola a la mañana nacida con los rayos del sol, un hola al corazón que volvía a palpitar con serenidad.
––Deja que
sea la mula quien te lleve. No la tires ni la agobies con las riendas. Sé un
bulto.
Un bulto que se
deja llevar, un bulto sin mayor controversia. ¿Un bulto moribundo? ¿Vagabundo?
Al mundo se dirigen de nuevo los pasos de
Martín, al mundo se dirigen de nuevo los pasos de
Ernesto. Dos mulas y un caballo completan los pasos. Quedan aún muchos pasos por completar.
––Obra con
calma. Largo es el viaje.
––Sigo tus
pasos. No soy Sancho para un Quijote.
––Eres
Martín, ¿quieres seguir siendo Rebujito?
––Con
Martín me basta y me sobra.
––Obra con
calma, Martín.
“Calma”, quizá era
la palabra que se había asentado en su ser durante estos meses. Una calma que,
quizá (siempre “quizá”), le llevó a una nueva perspectiva, pues si antes su vivir
devenía en cerrar los ojos, hoy viene a deleitar a sus pupilas,
más con el paisaje por el que le encamina Ernesto. No es bueno el asfalto para
el caballo, no casa bien con las herraduras. Así casa Ernesto su sapiencia,
Martín bien sabe que es un analfabeto. Martín no sigue la ruta, sigue a
Ernesto.
Ernesto
Buenaventura Deogracias podría ser su nombre, un nombre que bien aprovecharía
José Saramago en sus novelas para repetirlo muchas veces y con ello llenar unas
cuantas,
bastantes, líneas. Claro que, para Martín,
Ernesto era la buena ventura y creía dar gracias a Dios por haberlo cruzado en
su camino. Un camino que era el camino que Ernesto marcaba.
Ni de una brújula
se acompañaba. Era un
expedicionario que viajaba hacia el horizonte para
tornarte aquí y llevarte allá, aquí un buen sitio para descansar y allá un
riachuelo. No le preguntes a Martín si iba hacia el Este o el Oeste, su norte
era el camino de Ernesto. No había equivocación, Ernesto sabía dónde se
encontraba su meta.
––¿Se te
abren las carnes? Tengo una pomada que todo lo suaviza.
––¿Tú la
usas?
––Por
supuesto.
––¿Y lo
dices al tercer día?
––Como no
te quejas… Claro que también quería que te curtieses un poco.
––¿Me voy
curtiendo?
––Un poco,
Martín. Solo un poco.
Un pueblo abarcan
los ojos. Un pueblo de la serranía. Un vaso de leche y unos huevos acompañan el
encuentro con las gentes del lugar. Una pieza de pan, una pieza de fruta. Algo
sencillo, lleno de buen corazón. Ernesto cobra vivacidad, bien parece que él
también ha cambiado, se siente libre y contagia optimismo. Hoy se duerme bajo
techo. Un saquito de semillas le regalan. Triste y alegre es la despedida. El
camino continúa con un mayor grado de esperanza.
––Son tu
gente.
––Son
gente. Son seres humanos que conviven en paz y sienten que su vida es cuidar la
naturaleza ––Ernesto para el caballo y espera a que
Martín llegue a su altura––. Somos
naturaleza, aunque realmente no somos naturales. En esta vida se ha hecho lo
más conveniente para la especie humana. Hemos sido muy egoístas y seguiremos
siendo egoístas. Eso no hay quien nos lo quite. Sin embargo, siempre habrá
gente que se funda espiritualmente con la tierra y la trabaje con amor. Ella es el gran tesoro que tenemos y no la sabemos cuidar. Hay hambre, cuando hay tierra que bien nos saciaría.
––Seres
humanos, ¡ay, si todo el mundo fuese “ser humano”!
––No te
creas, que ninguno de los dos somos seres humanos.
––Cierto.
––Aquí me
han dado las semillas arrancadas de la tierra para que las devuelva a la
tierra, para que me asiente con una sólida raíz. Y ten cuidado con la mula que el
terreno que nos aguarda tiene su dificultad.
––Atravesamos
la montaña.
––Surcamos
la montaña.
Más de una y dos
veces hay que descabalgar, quizá las mulas sean más valiosas que ellos mismos.
No importa ir despacio, ni descansar unas cuantas veces. El trance es surcar
con buen pie la dificultad del terreno. Agreste, estrecho. Mucha piedra ante
tan poca tierra. El sudor bien lo atestigua.
––Tira de
ella, no queda otro remedio.
––¡Vamos,
mula!
Los hombres se
han convertido en mulos.
III.
Su cabello que, de tan negro, tenía ese reflejo metálico
que azulea el plumaje de los cuervos, coronaba magníficamente el rostro de puro
óvalo carnal, en el que los ojos, negros, acariciaban con un aterciopelado
fulgor de calentura, bajo las largas y rizadas pestañas; la nariz era recta y
corta, de estatua clásica.
––Enarbolo
sus labios a mi pecho, que en cuerpo presente se nutre de la herida. Auspicio
para sus lágrimas, el portal de mi corazón. Y siendo la nieve alegoría es
Nieves quien lleva la alegría. Parto en busca de la vaca, a tus órdenes
obedezco, con conciencia, con esmero, pues he venido y ya parto, por tu parte
dirás cuándo vuelvo. De tus ojos es la despedida, no me silbes que no vuelvo. Solo
con tus besos lloraré por mi ventura, solo con tus besos no me iré lejos, solo
con tus besos seré niño mil veces, solo con tus besos me perderé en tus ojos.
¿Por qué cierras los ojos cuando besas? Nieves, ¿soy yo granizo? ¡Nieves! Para
nada soy sol, ni tú luna. ¡Nieves! No me hieles el corazón, él bien palpita con
su “porompompón” y hasta con su “porompompero” cuando vislumbra tu espíritu en
la lejanía de la frontera.
––Tira a
por la vaca. Mira ya por dónde anda.
––Parto con
Roma, a Roma te llevaría con Amor. Roma, ayúdame en mi denuedo, que se escapa
la vaca y se pierde en las nieves. Ven, bonita Roma, aquí queda ella con sus
viandas. Por el arduo verdor, sin camino trillado, soy un vagabundo para su
amor. Parafraseo sin solfeo, sin clave de sol, pues no soy barítono ni tenor al
cantar bajo sin contrabajo. Es mi trabajo escribir; mi denuedo, su alma; mi
duelo, buscar una vaca. ¡Vamos, Roma! ¿Volveré? En sus labios quiero vivir.
Veinte pasos me alejan de su ser, veinte pasos me acercan a la vaca, veinte
pasos da la vaca, ¿las vacas dan pasos? Pasea la vaca,
paso a buscarla. Tú resta, yo sumo otros veinte pasos, y otros veinte pasos. Ya
son sesenta los pasos dados. Corro, que se escapa la vaca.
Un punto y
aparte, apenas unas líneas para dar caza a la vaca, unos ladridos de Roma, unos
aspavientos del ¡poeta!, y la astada va y viene hasta que regresa al rebaño, y
sin mediar, es el rebaño el que empieza a caminar. Berg, que se ha agenciado un
palo, se siente pastor y deambula más para allá que para acá hasta llegar a un
rumbo definido: a las espaldas de Nieves. Ni un “adiós” le dice.
––Soy
pastor de esos versos perdidos en la montaña, rebaño el rebaño año
tras año. Rebaño unas migajas de sonrisas, me voy con el rebaño. Date un baño
que voy hacia el río, que beban las vacas en su orilla, que me tumbo a la
sombra del cerezo. Un trago de vino y no adivino el ripio, pues ni pío me dice
su bel canto. Podría ser ladrón de sus amores y soy mendigo de sus besos… Esos
que no le puedo dar porque me pierdo en el insondable mundo del papeleo, y para qué
quiero hacer brincar a las letras si no la veo, si enfurruñada muestra su
semblante cuando anhelo su sonrisa pizpireta… Si no duermo en sus brazos,
al río me tiro, al río voy sin su amor. Desdicha para este juglar que acabaría
en la mar siguiendo el curso de este río que se inunda con mis lágrimas.
––Volvió a
salir el llorica ––con galana dulzura afirma Nieves.
––¡Me has
seguido!
––A ver si
te tiras al río.
––Allá voy.
Fuera esto y
fuera lo otro, allá está en el río Berg. Fuera esto y fuera lo otro, allá está
en el río Nieves. Olas, holas y un halo confluyen en las aguas, vendaval de
amapolas, ladridos de Roma. No hay pastor para el rebaño.
––Y sobre
tu cuerpo...
––¡Cállate
ya!
––Me callo
porque lo has dicho con amor.
La vuelta al
mundo es un suspiro, un abrazo, un beso, unas caricias y una sonrisa. Es transportarse
sin pasaporte. Y cautivo quedó Berg en la mazmorra de su cuerpo. Prisioneros
ambos del arrullo de la corriente.
––Vivo para
perderme en los recovecos de tu cuerpo. Maná de mi alma.
––Eres un
caso sin salvación ––sentencia Nieves, a la vez que le
acaricia la mejilla con la yema de los dedos.
––Eres luz ––y sus
labios se buscan bajo las aguas.
Sus cuerpos
quedan tendidos en el césped que brota a la orilla. Mientras, las manos
permanecen enlazadas; mientras, la cabeza descansa en su estómago; mientras, el
sol apacigua ese vértigo de los corazones; mientras, los cuerpos se secan en
toda su naturaleza, mientras, la eternidad es un segundo…
––¡Nieves!
––¡Calla!
––Que viene
tu tía por esa ladera.
––¿Qué?
––Calla.
El pequeño “chal español”, que cubría su busto, dejaba casi al
descubierto sus senos; magníficas magnolias gemelas, orgullosas y rebeldes
hasta el punto de acusar las punzaduras de sus vértices en la seda roja de la
blusa.
Continuará...
Continuará...
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