Por Juana Celestino
A mí, de niña, me hubiera gustado tener un gato que, como en la canción de Serrat “Mi niñez”, me esperara a la vuelta del colegio. Muchas veces pedí gatitos a los Reyes Magos, solo eso, ningún juguete, pero nunca me despertaron los maullidos que soñaba oír en esa madrugada mágica. No podía entender por qué Sus Majestades no atendían una petición tan modesta y fácil de cumplir (¡había gatos por todas partes!), y sin embargo dejaban a mi nombre juegos e inanimados objetos de recreo infantil que no había pedido. Un día, mi hermana, harta de la perra que yo tenía con los gatos y de la que montaba todos los años en la mañana de Reyes con el “¡¿dónde está mi gato?!”,
me desveló sin preámbulo alguno, y con cierto regodeo, el gran secreto. No recuerdo que sufriera ningún desengaño: los Magos de Oriente solo me interesaban como conseguidores de mininos, y la parafernalia fantástica que les rodeaba quedaba en un segundo plano y pronto se desvaneció en mi mente. Por fin comprendí. Quien reinaba en casa era mi madre, que no admitía animales de ninguna clase ("bastante tengo con vosotros", decía con el desparpajo de su estilo claro y directo), y tuve que conformarme con los gatos que, a la llegada del verano, esperaban en casa de mis abuelos tan impacientes como yo a que terminara el curso escolar.
Soy amante de los animales en general, pero gatuna especialmente, y los que tenemos inclinaciones felinas sabemos que no hay dos gatos iguales y que el nuestro, por supuesto, es el mejor. También sabemos que estas peculiares criaturas no tienen amo, son ellos quienes nos adoptan a nosotros, y pobre del humano que se empeñe en tener uno que viva con él a regañadientes, le hará la vida imposible y se vengará a la menor oportunidad con las visitas que reciba, atacándolas o defecando bajo su silla.
Yo he tenido la suerte y el privilegio de haber sido adoptada por varios de estos extraordinarios animales. Uno de ellos, Coti, incluso abandonó a sus “dueños” y se fue a vivir conmigo: al parecer, aquellos estaban en trámites de separación y se disputaron de tal forma la propiedad del minino que en una crisis de estrés, por lo que podría denominarse síndrome de alienación parental, el animal decidió buscar un hogar más tranquilo, aunque tuviera menos metros cuadrados y careciera de un árbol rascador que superaba los dos metros de altura, con varios niveles y diferentes accesorios, que resultaba ser un auténtico Port Aventura gatuno. Coti fue feliz en mi casa durante más de un año, pero una mañana desapareció en una de sus correrías (raptado por la vecina divorciada, estoy convencida,). A los pocos meses llegó Galo.
Fue una cita a ciegas. Nos conocimos un caluroso día del mes de julio en la Colonia de la Fuente del Berro; allí esperé impaciente más de una hora a que llegara en el coche que le trasportaba desde la localidad madrileña donde había nacido hacía tan solo tres meses. Lo que por fin tuve en mis manos fue un lindo minino blanco, de lo más primoroso, tan suave que parecía una de esas borlas que usaban antiguamente las mujeres para darse polvos de arroz. Fue del nombre de su pueblo natal de donde tomé las primeras letras para llamarle, lo que a veces confundía a los que me preguntaban: ¿El gato es francés? ¡Qué va!, exclamaba yo, es de Galapagar.
En unos meses Galo ya se había convertido un hermoso siamés atigrado de pelo esponjoso, con unos almendrados y brillantes ojos azules. “Este gato es bizcocho”, sentenció un día mi madre. Era bizco, sí, pero su elegancia y sibaritismo hacían de esta anomalía un signo de distinción. Esbelto, se movía con gestos pausados y andares sinuosos, posaba sus plantas con tal circunspección que a veces parecía que caminaba a cámara lenta. Su ligereza y elasticidad podían convertir en pasos de baile el recorrido que realizaba del suelo a una silla, de esta a la mesa y de allí al alfeizar de la ventana, desde donde saltaba al suelo de la terraza. Todo en cuestión de segundos, desafiando a la gravedad. Flotaba en el aire. Fue esta gracia de movimientos lo que le permitió desarrollar la habilidad de abrir la puerta del baño cuando quería beber agua del grifo; como si tuviera muelles en sus patas, se colgaba de un salto del picaporte y, si no era a la primera, a la segunda abría la puerta y, ya encaramado en el lavabo, me llamaba con enfáticos maullidos en tono interrogante algo teatral, hasta que yo aparecía para proporcionarle el chorrillo de agua fresca.
De todos mis gatos adoptivos, Galo ha sido el más serio y formal. De pequeño me traía las pelotitas de papel que le tiraba, y si caían tras alguna estantería o en algún recipiente, las sacaba hábilmente con la pata y me las devolvía, o las enganchaba con sus uñas arrojándolas al aire una y otra vez. Pero al llegar a la edad adulta desdeñó ese juego como algo frívolo y adoptó tal aire de dignidad y poderío que daban ganas de llamarle de usted; y uno se lo imaginaba, en su versión humana, con traje, corbata, bombín y monóculo; sobre todo esto último le hubiera ido al pelo.
Era muy puntual en sus escapadas. Cada día después del desayuno salía apresurado, como un trabajador responsable que no quisiera llegar tarde a fichar, a su recorrido matinal: trepaba por el muro que separaba la terraza vecina y subía desde el séptimo piso hasta la azotea de la comunidad, que cubría una manzana. Alguna vez, mientras yo esperaba en la calle a que se abriera el semáforo para los peatones en Bravo Murillo, me daba por mirar a lo alto y allí estaba la vertiginosa figura de Galo, de pie sobre el borde de alguna terraza, que desde abajo daba la escalofriante impresión de un gato suicida.
Me intrigaba qué podría hacer tantas horas en la azotea. A buscar amores gatunos no salía, pues estaba esterilizado, así que supongo que en sus excursiones se limitaba a otear los tejados vecinos, observar el ir y venir apresurado de los humanos por el lado más bullicioso del edificio o a echar alguna cabezadita al sol.
Nunca lo imaginé tratando de dar caza a las palomas, mirlos o gorriones que revoloteaban por la azotea y se posaban en las antenas o en las chimeneas de los locales comerciales. Galo era un aristogato, un bon vivant que en su vida movió una zarpa para atrapar ni tan siquiera una mosca. No se dignaba hacer esas cosas; prefería observar cómo “trabajaba” Lino, su compañero de piso, un gato común de gustos populares con más inclinación y habilidad para los prosaicos menesteres de la caza.
Cuando volvía a la hora de comer, tras dar cuenta de una buena ración de pienso, Galo se echaba una siesta de varias horas junto a Lino, menos aventurero que él, y roncaba a ratos como un pequeño ogro. Algunas veces se recostaba junto a mí si me veía tranquilamente sentada con un libro o tumbada boca arriba en el sofá, en uno de esos raptos que me han llevado a ser una experta miradora de techos. Era en esos momentos cuando se permitía cierta falta de compostura y se revolcaba panza arriba retozón, provocando las caricias que le llevaban al éxtasis del ronroneo.
Como todo gato que se precie de serlo, Galo era muy curioso, y había algunas cosas que le llamaban especialmente la atención: el ruido y movimiento de la válvula de la olla exprés; el del cursor en la pantalla del ordenador, que intentaba atrapar; el contenido de la nevera; los cajones del cuarto de baño, que abría sin dificultad y revolvía a su antojo, o el movimiento de mis manos, que imitaban a los de un director de orquesta y él seguía sin perder de vista, lo que acentuaba su bizqueo dándole un aire de loco genial. Era visitante asiduo de Alonso, un vecino uruguayo que tuvimos durante un par de años, músico percusionista que organizaba veladas de música candombe en su casa a las que Galo fue invitado repetidas veces, pero él, siempre distante, declinaba su asistencia. Prefería observar desde el borde de la terraza tranquilo, con sus patas recogidas, los movimientos de manos, pies y cabezas de músicos y danzantes al son del ritmo africano. Yo le miraba a hurtadillas y a veces daba la impresión de estar en trance cuando cabeceaba y entornaba sus ojos, lo que me hacía temer por su integridad física al verle así, en el borde de la terraza, inconsciente del lugar y de la altura a la que se encontraba.
Era muy aficionado a la prensa y a los libros y, cuando veía un volumen o algún periódico abiertos, se tendía encima mirando atentamente las páginas con sus ojos a la virulé e intentaba pasar las hojas con sus zarpas para acabar quedándose dormido sobre ellas como si hubiera tenido una larga jornada de lectura. Siempre estaba detrás de la puerta cuando yo regresaba a casa. Nada más entrar se frotaba contra mis piernas y en cuanto sentía el contacto de mi mano sobre su lomo lo arqueaba mientras ronroneaba amistosamente; luego me iba abriendo camino, con el rabo enhiesto, precediéndome como un altivo mayordomo. Durante algunos minutos no me dejaba ni a sol ni a sombra: reclamaba constantes caricias, llamaba mi atención con su pata o subido en algún lugar a mi altura, me miraba con seriedad y embeleso, articulando algún leve grito a modo de palabra que trascendía al instinto y le elevaba a la dignidad de persona. En Galo había pensamientos.
Se marchó a los cinco años, el mismo mes que llegó a mi vida. Una enfermedad en las encías, de la que se le trató desde sus primeros meses, se fue agudizando con los años hasta hacerse resistente a los corticoides que se le aplicaban con regularidad. El dolor le impedía ingerir alimento alguno, fue adelgazando hasta quedarse escuálido. Sus enormes ojos transparentes le comían la cara, más empequeñecida, y su pelo sedoso fue perdiendo lustre, se volvió opaco y áspero, y tan desaliñado que parecía cortado a trasquilones. Paseaba despacio, cabizbajo, melancólico, apenas maullaba. Durante horas se acurrucaba en mi regazo y cuando le pasaba la mano por el lomo, caricia a la que él intentaba corresponder con un débil ronroneo, mis dedos tropezaban con los huesecillos de sus vértebras cada vez más pronunciadas. No hay nada más enternecedor que ver cómo un animal enfermo soporta el sufrimiento en silencio, con triste resignación.
El día que decidió cambiar la soleada azotea por el oscuro rincón de un armario, desde donde cada vez que me asomaba me rogaba que le dejara descansar en paz para siempre, fue el principio del fin. Un caluroso sábado del mes de julio, sus azules ojos estrábicos me imploraron, una vez más, desde su triste habitáculo, que le dejara ir. Aquel día por fin tomé conciencia de su situación y me recriminé mi egoísmo: al retrasar su muerte por demorar el sufrimiento de su pérdida no hacía sino prolongar su padecimiento. Con la congoja provocada por su última súplica concerté al instante cita con el veterinario que, de acuerdo con Galo, desde hacía algún tiempo me empujaba a poner fin a sus males. Unas caricias tras las orejas fue lo último que sintió mientras se iba tranquilamente.
Por mucho que hayamos sufrido la pérdida de nuestros queridos felinos, siempre nos sentiremos compensados por el recuerdo que han dejado en nosotros estos enigmáticos y elegantes animales; estos artistas de la mirada que siguen todos nuestros movimientos, que nos cuidan con su proximidad y miman con sus lengüetazos, que nos despiertan en las mañanas remolonas con pequeños toques de zarpa y que siempre nos dejan alguna enseñanza. Porque, quien haya tenido la fortuna de hacer amistad con un gato, no solo se mostrará más reflexivo y tranquilo que antes de haber sido adoptado por alguno de estos serenos y contemplativos seres, también se descubrirá más humilde cuando compruebe que el gato hace lo que le viene en gana, que no se doblega a ninguna voluntad más que a la suya propia, que nunca será domesticado aunque no se mueva de la casa de la que se ha apropiado e, irremediablemente, tendrá que admitir que en el centro del Universo no está el hombre, sino este sabio espíritu de libertad que encarna el gato.
Hace poco que he perdido a una de esas compañías felinas. Ni siquiera he pasado aún el "duelo", precisamente porque todavía me duele... Me queda otra compañía felina, que hace más llevadera ese vacío, pero a su vez, también extraña a su compañera, está tan extraña como yo desde que se nos fue "Candela" (así se llamaba). Dejan un hueco grande, y tantos recuerdos, todos llenos de generosidad por su parte.
ResponderEliminarTambién viví esos días en los que se escondía para que quienes la queríamos no viéramos cómo se iba. Durante los últimos días JAMÁS quiso pasar al salón ni a mi habitación, dos de los lugares en los que hacía su vida, nuestra vida en común. Una mano acariciando sus orejas y otra su barriga fue también lo que la acompañó al irse.
Joer. Me he emocionado. Sé que lo entiendes.
Un abrazo
Así es, Ana, el duelo por los seres queridos (y nuestros animales lo son) hay que pasarlo. En realidad lloramos más por nosotros que por ellos, que ya no sufren. Nos duele la ausencia. Lo importante es que tengan la mayor calidad de vida posible hasta el final con nuestros cuidados y afecto.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario, amiga gatuna. Un abrazo.