Un lugar en mi memoria

Por Marisa Díez

Niños jugando a pídola. Francisco de Goya.

Si existen factores determinantes en la construcción de nuestra personalidad, entre ellos está sin duda el entorno que nos ha rodeado desde niños. Haber crecido en un lugar y no en otro es una circunstancia que por sí misma nos confiere unos rasgos específicos. Para aclararnos: nunca será lo mismo haber nacido en el campo que ser un urbanita desde la infancia, por ejemplo. Pero también existen diferencias entre los nativos de una provincia o de otra; de un territorio histórico o de sus límites fronterizos. Todo esto circunscrito a un mismo país, porque el pertenecer a una nación concreta establece una serie de singularidades que nos permitirían incluso llegar a hacer un estudio sobre la influencia de tal o cual raza o etnia en la formación de nuestra propia identidad.


Pero no es necesario llegar tan lejos. Cada persona podría detallar en su biografía un puñado de lugares que le han dejado huella en las sucesivas etapas de su vida. Las calles del barrio donde comenzaron sus primeras relaciones sociales con su entorno más cercano. Cuando éramos niños, el barrio nos marcaba. Pasábamos interminables horas jugando en sus calles y elegíamos a quienes, desde ese momento, iban a formar parte de nuestro grupo irrenunciable de amigos. A algunos de ellos, en el mejor de los casos y con más o menos esfuerzo, hemos conseguido mantenerlos a nuestro lado a pesar de los años transcurridos.

Evocamos también aquel lugar de nuestras primeras vacaciones en familia, a la orilla del mar o bajo las montañas. O el destino idílico al que pudimos escaparnos de manera independiente, un suponer, en ese inolvidable viaje de fin de curso. Y por supuesto, el pueblo originario de nuestros padres, ese que en algunas ocasiones tardamos demasiado en visitar, aunque en nuestro primer paseo por sus calles hubiéramos jurado haber estado allí desde tiempo inmemorial. Sí, el entorno nos marca tanto como marcó a nuestros padres aquel que tantas veces escuchamos describir en sus relatos, porque casi desde que tenemos uso de razón recordamos que fue el protagonista de las conversaciones y tertulias familiares en la sobremesa dominical.

Yo soy madrileña y, en mi caso particular, el barrio de mi niñez influyó de forma determinante en el desarrollo de mi personalidad. Un breve relato de mi vida perdería cualquier sentido si me decidiera a omitir los años de la infancia transcurrida entre sus límites. Aquella amalgama de calles estrechas y empinadas, con cruces imposibles y plazas adoquinadas repletas de niños y mayores, que establecían sus relaciones sociales en el ámbito vecinal más cercano. De vez en cuando siento la necesidad de volver a recorrerlo y, aunque los años hayan cambiado radicalmente su fisonomía, todavía encuentro rincones donde el tiempo parece haberse detenido. En ese momento, y sin necesidad de realizar un esfuerzo extra, podría ser capaz de escuchar las voces de mi madre llamándome a gritos desde la ventana para que me decidiera de una vez a volver a casa. Tu refugio. La casa de tus padres. Otra referencia esencial en tu biografía que te deja una huella absolutamente imborrable. Pero eso, en definitiva, forma parte de otra historia.










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