Los buenos propósitos







Por Juana Celestino


Año nuevo, vida nueva. A las puertas del próximo año no falta quien se imponga el compromiso, unas veces consigo mismo y otras ante los demás a bombo y platillo (dicen que así se aumentan las posibilidades de lograrlo), de cumplir objetivos que se pretenden liquidar a lo largo de los trescientos sesenta y cinco días siguientes. El comienzo de año para mí no suele ser una fecha de partida: me he sentido siempre más inclinada a ver como una nueva etapa la vuelta de las vacaciones veraniegas, seguramente por reminiscencia de los años escolares en los que el mes de septiembre se anunciaba como inicio novedoso por el estreno de curso y de material escolar, lo que me proporcionaba la suficiente euforia para acometer objetivos con una firmeza irreductible.

Todo propósito parte previamente de una carencia o un descontento. Nuestra maquinaria se pone en marcha ante el deseo de emprender algo nuevo o cuando detectamos una conducta que nos desagrada y deseamos sentirnos diferentes, mejores. Algo así como una exigencia ética. Ante esto, yo dividiría los propósitos en los del “Año Nuevo” y los que puedan surgir a lo largo del año. Entre los primeros estarían los de siempre: dejar de fumar, hacer ejercicio, comer sano o aprender un idioma. De este grupo no me he librado, y el más exitoso ha sido decir bye bye a la nicotina. He dejado de fumar cuatro veces, con paréntesis de varios años, lo cual tiene su mérito pues cumplir este objetivo suponía cada vez una nueva hazaña. Pero esto no deja de ser tan solo un mero ejercicio de voluntad que revierte en cierto bienestar, y que pregonamos a los cuatro vientos para compensar el sinvivir en el que nos tiene el abandono de la adicción o la tristeza de incluir unas acelgas en nuestra dieta. Sin embargo, un propósito de más hondura no creo que parta del planteamiento radical “a partir de hoy…”. Tiene un comienzo, sí, un momento en el que se verbaliza, pero su intención se ha ido cociendo a fuego lento. Es una reflexión personal que nos hace sentir cierto alejamiento de nosotros mismos; esto lleva implícito aceptar cierta responsabilidad en nuestro propio descontento y concluir que de nosotros depende afrontarlo y superarlo.

Hace unos días una amiga escribía en un correo: “como propósito para el nuevo año lo que voy a hacer es ponerme las pilas, que estoy muy chof últimamente y eso no puede ser”. “Estar chof”, no sé en qué mundo vivo pues nunca había oído esa expresión que, al parecer, es muy común. Sí conozco la palabra chof como onomatopeya que evoca el ruido de algo blando o líquido que cae al suelo y se esparce, por lo que no me saldrá humo de la cabeza si deduzco que mi amiga se ha sentido por los suelos, alicaída y desmotivada, adjetivos que van de la mano de la queja y la hartura. Vamos, que últimamente no ha debido tener muy buenas relaciones consigo misma, y descontenta con su configuración personal desea (precisamente ella, que se considera perdida en el amplio espectro informático) acometer el propósito de una reprogramación. Puede que vea en la causa de su insatisfacción algún tipo de carencia externa a ella, aunque si así fuera, más bien se trataría de invertir la actitud: si nosotros cambiamos, todo cambia. Y no hay nada que consuma y empobrezca más que quedarse atrapado en uno mismo, en la contemplación de los propios problemas, de nuestros defectos, o de lo que consideramos nuestras limitaciones, que en la mayoría de los casos son las que nosotros mismos marcamos. En cualquier caso, el descontento y la intención por solventarlo están ahí, “solo” queda arrancar.

Decía Eduardo Galeano que “somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”. Dar vida al cambio con la acción, siendo. Apasionante propósito.



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