Por José María Ruiz
Diez cines tenía mi barrio, diez espacios perdidos hoy día para la imaginación; veinte películas en aquellos cines de sesión continua que ya no se proyectan ni proyectan sueños, voces que han quedado mudas. Barrio madrileño de Tetuán de las Victorias, barrio hoy sin cines.
Tiendo a asociar el final de mi EGB con el cierre de aquellos espacios. Quizá equivoque las fechas, pero la memoria entrelaza ambos acontecimientos. Huérfano me sentía, más aún porque nunca llegué a comulgar con el llamado cine de estreno, que para un niño eran muy elevados sus precios y encima solo emitían una película, además del engorro de la butaca numerada.
¿Llegué a vivir un año sin cine? ¿Por qué este lapsus en la memoria? Recuerdo perfectamente cuando la profesora de francés, ya en 2º de BUP (en el año 1983), decidió organizar una actividad extraescolar: ir a ver una película francesa a un cine en versión original. Ufana nos comentó que se trataba de Pauline en la playa y la “ponían” en el cine Alphaville. Unos días después quedó cancelada la actividad. Aquí la memoria se disipa y elucubra que la “seño” debió ver la película y no la encontró adecuada para nuestra edad, quizá la inmoralidad había asaltado a su mente, y que niños de dieciséis años se toparan con la indecencia era cosa de…
Apenas pasaron dos meses cuando un compañero de clase me advirtió de que la película pecaminosa se proyectaba en el cinestudio Griffith. Tres fuimos a la aventura, y llegado el fin de semana nos convertimos en amorales bajo la lluvia de los subtítulos (la V.O. había entrado en mi corazón). Aquello vino a significar el reencuentro con la amante (por seguir con el hecho amoral) y con aquellas caricias que hacían vibrar la piel: el cine volvía a mi ser, renacía un espíritu de paz.
Mi léxico se enriqueció con dos términos nuevos: “cinestudio” y “programa mensual”. Me fascinaba tener toda la programación del mes en mi mano, ese formular “el día tal veré esa película”: había nacido un nuevo calendario. Y también comprender que el cine era género de estudio, que poseía un lenguaje propio (con su plano y contraplano, con su secuencia y su grúa), donde se escribía con la cámara y existía una literatura alrededor de él (dentro del cinestudio Griffith había una librería dedicada exclusivamente al mundo del cine), que las películas tenían un autor y una nacionalidad. Que las películas bien podían hablar entre sí, a la par que fundirse en un contexto…
Ahora Madrid volvía a iluminarse, y ávido buscaba los encantos de los cinestudios, que en aquellos años venían a florecer: Regio, Ideal (palacio del terror), Fantasio, Falla, Graucho, Los Ángeles, Infante, Dúplex… Y todos con su programa mensual, ya era cuestión seleccionar, cuestión de ver lo más apropiado. Paseos de Chamberí a Carabanchel, paseos de Centro a Salamanca... Sí, ahora Madrid se había convertido en mi barrio de cine.
En el cinestudio encontré la vitalidad que me daban los cines de barrio, ahí tenía la sesión continua y un precio módico para un estudiante, así como películas que te abrían las puertas del cine clásico: lo mismo veías El maquinista de La General que Encadenados, y aquellas sesiones te deparaban un programa doble de François Truffaut o de Federico Fellini. Exacto, los datos tomaban presencia, se iba al cine sabiendo lo que ibas a ver, ya fuese el mundo underground de Fassbinder o la fantasía naif de Jacques Tati; también se ponía el ojo sobre los actores, lo mismo la ancianidad de Burt Lancaster en Atlantic City o la ligereza juvenil de Michael J. Fox en Regreso al futuro; lo mismo te lanzabas hacia el género negro con El sueño eterno o a la apostura erótica de Emmanuelle… Poco a poco uno iba conociendo y “aprendiendo” cine. Los cines de barrio habían enseñado a ver cine, ahora el cine tomaba conciencia crítica.
Claro que en estos cinestudios también había programas triples. Y ya lo extraordinario se abría ante la palabra “maratón”. Aquello significaba el culmen, el no va más, ya que por el módico precio de 300 pesetas se podían ver nueve películas seguidas. Así entrabas, mismamente, a las 16.30 horas del sábado y salías a las 08.00 horas del domingo. Del pan y chocolate había pasado al bocadillo de salchichón y a la cantimplora de Pepsi-Cola.
Ahí rebusco y palpo entre los programas que aún conservo (programas que me hacen añorar aquellos tiempos), ahí lo encuentro. Fue el 20 de mayo de 1989 cuando acudí al cinestudio Falla a un maratón dedicado a Stanley Kubrick, ocho películas por 500 pesetas (tres euros), que a las 16.30 horas se inició con La naranja mecánica, continuó con Atraco perfecto, 2001, una odisea del espacio, Senderos de gloria, Lolita, La chaqueta metálica, Teléfono rojo ¡volamos hacia Moscú! y, finalmente, Barry Lyndon (unas diecisiete horas y media de cine sin parar, mi récord).
Realmente acababas contento el maratón, pues a las primeras horas de la madrugada más de uno y más de diez le daban a la “fumeta porrera”, lo cual ambientaba el aire de la sala, y muy “despierto” se veía la última película. Adiós aroma de ozonopino.
Perdonad que enumere, pero me gusta pasear por los patios de butacas y contemplar las fotos-fijas de las películas: es como saborear un regaliz. Remembranza de escenas, películas de una vida.
Y al igual que los cines de barrio, los cinestudios vinieron a desaparecer. Madrid se despobló de esa filosofía de contemplar y explorar el cine. Madrid volvía a quedar vacía para mí… (continuará).
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