I.
—¡No te lleves al niño! ¡Dame al niño!
—Este niño es mío.
—Mira que tengo que echarle la crema…
—Ni crema ni nada. Eso es muy malo. Vámonos al agua.
El tío Antonio seguía siendo un crío, de poco le había servido cumplir treinta años. Pasito a pasito comulgaban con el mar, ya sorteando las olas, ya dejándose acariciar las rodillas por el agua. Cuatro pasos y el ombligo de Rufino iniciaba la inmersión.
—¿Sabes que este invento del flotador es una bagatela? Quítatelo que me lo pongo yo, aunque algo estrecho me quedará. Vamos a saltar sobre la ola que viene. ¡Venga!
En verdad, Antonio tenía su aquel: una irrupción en el desconcierto, un vientecillo escalofriante, un desaire a la lógica…
—Rufino, ¿sabes nadar?
—No.
—Claro, por eso la tontería del flotador.
—Claro.
—Y nadie se ha preocupado por enseñarte a nadar, ¿verdad?
—Verdad.
—¡Ay, qué sería de ti sin tu tío Antonio! Pues ya mismo hay que aprender.
—A nadar.
—¿Ves? Contigo me entiendo a la perfección. Los mayores son unos zoquetes, no comprenden la alegría del hecho, la sonrisa de la vida. Vamos a dar unos pasitos más, que esto cubre muy poco y para flotar no es buena cosa.
—A nadar.
—Claro. Ven, que te cojo. ¡Qué fresquita está el agua!
Mar adentro fue el camino, sin perderse en el horizonte, a metro y medio de profundidad, quizá algo más. Ya no hacía pie el niño. Y ahora lo subía y ahora lo bajaba; ya le ponía de espaldas sobre el agua, ya reían; lo mismo se convertía en una cuna, lo mismo era un avión…
—Así está el niño tumbadito y su tío Antonio le canta…
Las manos del tío Antonio quedaban sobre la nuca y el culete de Rufino, que bamboleando miraba al cielo. Una sonrisa, dos sonrisas, tres sonrisas. El niño reía. El contacto de las manos se iba aligerando poco a poco, ya que “la flotación es un elemento instintivo” según el docto Antonio.
—Flota, flota, Rufino.
Unos segundos flotó, unos segundos se hundió. Un trago de mar no viene mal, acaso una tos; diez segundos se sostiene, algunos menos se sumerge. Uno canta; y otro ríe… Y sin saber, hacía el muerto. Todo era un juego.
—Ahora vas a nadar hacia adelante. Dame las manitas y mueve los pies arriba y abajo. Sube el culo. No pares. ¡Vamos, vamos!
Aquello era el corro de la patata en el agua.
—Así va Rufino nadando por los mares. Sube la cabeza, mueve los pies, mueve las manos. Ahora te suelto las manos y tú nadas.
Diez veces sacó a Rufino de las profundidades, diez tragos de agua salada.
—¿Te ha gustado nadar?
—¡No!
—¿Vamos con mamá para que te eche crema?
—¡No!
—Ponte el flotador, no se vaya a enfadar mamá. Mañana vamos a la piscina, que ya te sale el instinto y estás nadando. Así de fácil es. ¿Te hago una aguadilla?
Días de playa, días de verano. Días para aprender a nadar, y con el pasar de los días llega el otoño. La luz declina, el sol se marchita. Ya estamos con la estufa en el comedor. Nubes pasajeras, nubes de tormenta.
—No toso. No estoy malo. No fiebre. No.
Ya estaba decidido, poco importaba el llanto. La mano de mamá le agarraba, escapar resultaba imposible. Los pasos le aproximaban, sin remisión, a la “tenebrosa” habitación de aquel hombre de la bata blanca.
—Vamos a ver, ¿qué le pasa a este niño?
—Nada —contestó rápidamente Rufino—. Nada.
—Ya tiene tres años —tomó la palabra mamá—, y aún no le ha bajado el testículo.
—Desnúdele.
—No toso.
—Venga, estate quieto, que el doctor no te va a hacer daño.
El tocamiento deparó el diagnóstico: faltaba uno.
—Nada, no va a ser nada, apenas una inyección a la semana. Aquí le hago el una receta, y que le den cita con el practicante para el lunes.
—Pero…
—Doce inyecciones, y en tres meses esperemos que hayan surtido efecto, porque tenerlo lo tiene. Solo hay que bajarlo.
—¿Qué son inyecciones? —pregunta Rufino asustado
—Son como un complemento de testosterona —sentenció el médico sin una mirada de compasión hacia Rufino.
Será volver muchas semanas a ver al hombre de la bata, será sentir el vil pinchazo, será más de un llanto, será un aguja rota en el glúteo, será una marca perenne, será…
—Mira que tengo que echarle la crema…
—Ni crema ni nada. Eso es muy malo. Vámonos al agua.
El tío Antonio seguía siendo un crío, de poco le había servido cumplir treinta años. Pasito a pasito comulgaban con el mar, ya sorteando las olas, ya dejándose acariciar las rodillas por el agua. Cuatro pasos y el ombligo de Rufino iniciaba la inmersión.
—¿Sabes que este invento del flotador es una bagatela? Quítatelo que me lo pongo yo, aunque algo estrecho me quedará. Vamos a saltar sobre la ola que viene. ¡Venga!
En verdad, Antonio tenía su aquel: una irrupción en el desconcierto, un vientecillo escalofriante, un desaire a la lógica…
—Rufino, ¿sabes nadar?
—No.
—Claro, por eso la tontería del flotador.
—Claro.
—Y nadie se ha preocupado por enseñarte a nadar, ¿verdad?
—Verdad.
—¡Ay, qué sería de ti sin tu tío Antonio! Pues ya mismo hay que aprender.
—A nadar.
—¿Ves? Contigo me entiendo a la perfección. Los mayores son unos zoquetes, no comprenden la alegría del hecho, la sonrisa de la vida. Vamos a dar unos pasitos más, que esto cubre muy poco y para flotar no es buena cosa.
—A nadar.
—Claro. Ven, que te cojo. ¡Qué fresquita está el agua!
Mar adentro fue el camino, sin perderse en el horizonte, a metro y medio de profundidad, quizá algo más. Ya no hacía pie el niño. Y ahora lo subía y ahora lo bajaba; ya le ponía de espaldas sobre el agua, ya reían; lo mismo se convertía en una cuna, lo mismo era un avión…
—Así está el niño tumbadito y su tío Antonio le canta…
Las manos del tío Antonio quedaban sobre la nuca y el culete de Rufino, que bamboleando miraba al cielo. Una sonrisa, dos sonrisas, tres sonrisas. El niño reía. El contacto de las manos se iba aligerando poco a poco, ya que “la flotación es un elemento instintivo” según el docto Antonio.
—Flota, flota, Rufino.
Unos segundos flotó, unos segundos se hundió. Un trago de mar no viene mal, acaso una tos; diez segundos se sostiene, algunos menos se sumerge. Uno canta; y otro ríe… Y sin saber, hacía el muerto. Todo era un juego.
—Ahora vas a nadar hacia adelante. Dame las manitas y mueve los pies arriba y abajo. Sube el culo. No pares. ¡Vamos, vamos!
Aquello era el corro de la patata en el agua.
—Así va Rufino nadando por los mares. Sube la cabeza, mueve los pies, mueve las manos. Ahora te suelto las manos y tú nadas.
Diez veces sacó a Rufino de las profundidades, diez tragos de agua salada.
—¿Te ha gustado nadar?
—¡No!
—¿Vamos con mamá para que te eche crema?
—¡No!
—Ponte el flotador, no se vaya a enfadar mamá. Mañana vamos a la piscina, que ya te sale el instinto y estás nadando. Así de fácil es. ¿Te hago una aguadilla?
Días de playa, días de verano. Días para aprender a nadar, y con el pasar de los días llega el otoño. La luz declina, el sol se marchita. Ya estamos con la estufa en el comedor. Nubes pasajeras, nubes de tormenta.
—No toso. No estoy malo. No fiebre. No.
Ya estaba decidido, poco importaba el llanto. La mano de mamá le agarraba, escapar resultaba imposible. Los pasos le aproximaban, sin remisión, a la “tenebrosa” habitación de aquel hombre de la bata blanca.
—Vamos a ver, ¿qué le pasa a este niño?
—Nada —contestó rápidamente Rufino—. Nada.
—Ya tiene tres años —tomó la palabra mamá—, y aún no le ha bajado el testículo.
—Desnúdele.
—No toso.
—Venga, estate quieto, que el doctor no te va a hacer daño.
El tocamiento deparó el diagnóstico: faltaba uno.
—Nada, no va a ser nada, apenas una inyección a la semana. Aquí le hago el una receta, y que le den cita con el practicante para el lunes.
—Pero…
—Doce inyecciones, y en tres meses esperemos que hayan surtido efecto, porque tenerlo lo tiene. Solo hay que bajarlo.
—¿Qué son inyecciones? —pregunta Rufino asustado
—Son como un complemento de testosterona —sentenció el médico sin una mirada de compasión hacia Rufino.
Será volver muchas semanas a ver al hombre de la bata, será sentir el vil pinchazo, será más de un llanto, será un aguja rota en el glúteo, será una marca perenne, será…
II.
Al ras, solo al ras del suelo. Nada se ve, el viento es lo único que se siente. Todo resulta un estruendo. Un furioso viento, irracional. Imposible encender una hoguera ante el riesgo de incendio. No hay fuego que caliente los cuerpos. A los oídos llegan los aullidos de las bestias, hasta el caballo relincha.
Solapado a la vista queda el pasar de las nubes. Acurrucados al cobijo de una roca quedan Martín y Ernesto, que poco tapa esa corriente que corta la piel. Recogidos sobre cuatro costuras. ¿Cómo dormir? Los minutos se detienen, se congela la mirada. Noche cerrada.
Ponte guantes, ponte tres pantalones, ponte dos pares de calcetines. Abrígate todo, hasta mantas faltan, que tres no son suficientes. Bajo el tropel de ropa quedan los dos. Grita el viento, crujen las ramas, ramas que se tronchan. Volcán de oscuridad es la noche que les aguarda. Llora el viento interminable. Ya habla: miedo. Desespera la noche.
Veinte horas se ciernen, mal haya, que solo han sido veinte minutos los que han transcurrido, y muchos veinte minutos quedan para que llegue la amanecida. ¿Por qué ha partido la alborada? Si nevara se calmaría la fiera, gélido torbellino. Las entrañas se retuercen. ¿Qué sindiós es este? Penoso es despedirse de la vida de esta manera, hecho un cuatro bajo mil telas, amén de un pañuelo y un sombrero. Nada es suficiente para detener este inmundo soplido.
Luz, derriba la madrugada; deja que el sol, por fin, tome cuerpo. Ni un ligero sueño ha engañado al torturador.
Ya asoma, por fin, el astro, algo remite la turbulencia. Imposible llevarse un café caliente a los labios, mejor hacer un quiebro con unos bocados de pan y chorizo. Bien corta el cuchillo, buena escarcha llevan los dientes: han nacido canas de brillantes perlas. Dad unos pasos, despertad las piernas, desentumeced la sangre, que circule al compás de unos saltos.
Martín y Ernesto sienten el peso del miedo. Años les han caído encima. Mejor que el caballo y las mulas tomen su ración de alimento y agua, mejor prepararse para la partida. Caldea sol, aunque perdure este maldito viento.
Más prudente es ir a pie, que los animales están nerviosos. Tiran de las cinchas, ya se hace camino. Dos horas, y al fin remite este funesto viento, se apacigua la bestia, ya parece un suspiro. Un instante para darse un descanso, buen momento para llevarse a los labios todo el hervor de un café cargado. Paz, sosiego, sentados al calor de la hoguera. Dos sorbos, tres sorbos y resucitan las válvulas; cuatro sorbos y el cuerpo toma calor.
—Bien huele ese café.
A caballo se aproximan dos hombres. Rostros enjutos, sombreros calados.
—Aquí tienen un vaso y un tiento de longaniza y tocino —responde con una sonrisa Ernesto.
Desmontan. Martín busca en el zurrón el alimento y Ernesto da algo más de candela a la lumbre.
—Se agradece. Esta noche ha sido un infierno.
—Siéntense al calor de la fogata.
—¿Vienen de muy lejos?
—Pues…
Apenas empezó a responder Ernesto cuando sobre la nuca recibió un golpe seco y cayó de bruces. No hay tiempo para pensar, el cuchillo vuela de la mano de Martín y viene a clavarse en el pecho de uno. La furia se desata. El otro busca su revólver mientras los cuerpos ya están enzarzados en la lucha. Vuela el arma de la mano, los golpes resultan romos: demasiada voluntad y poca eficacia. Todo es rabia. Ruedan por el suelo. Nada noble es la disputa, la vestimenta amortigua los torpes golpes. Alguna patada resulta más efectiva. Las manos alcanzan el cuello y aprietan sin remisión. La muerte se hace presente.
—¡Ernesto! ¡Ernesto! ¿Cómo te encuentras?
Martín abraza el cuerpo inconsciente de Ernesto. Aún respira. No sangra, mejor taparle con unas mantas y humedecerle un poco el rostro. No despierta. Hay que avivar la llama, que el cuerpo entre en calor. Poco más se puede hacer.
Sí, aún queda tarea: una tumba para dos cuerpos.
¿Se había excedido Martín en su respuesta? Quizá solo quisieran robarles, pero aquel hurto venía a significar la muerte de Ernesto. ¿Ha sido un crimen? Dos cadáveres lo atestiguan. ¿Un asesinato? En verdad dos vidas segadas a sumar en la conciencia de Martín… La muerte volvía a cruzarse en su camino.
¿Por qué el ser humano se transforma en bestia? Irracional se vuelve uno. ¿Por qué el ser humano destruye a los de su propia especie? No hay respuesta o son demasiadas. ¿Por qué?
¿Quiénes son estas personas que les han atacado? Mejor llamarlos “Nadie”, no pueden ser “nada” cuando han traído consigo el terror.
—¿Qué ha pasado? —manifiesta Ernesto.
—¿Cómo te encuentras?
—Dolorido. ¿Y los otros?
—Los he matado.
—No había más remedio.
—No había.
—Descansen en paz.
III.
Sus ojos inmensos centelleaban de fiereza, de indómita
alegría… Y en sus labios, que momentos antes se crispaban
prometedores de besos e hipantes de sollozos, había ahora
un mohín victorioso de venganza satisfecha, de triunfadora
rebeldía. Era la hembra indomable de alma primitiva...
––Bien quisiera poner mis manos en los cielos y hacer que este instante perdurase en una eternidad cautivadora ––pronunció enfáticamente Ross Berg.
––Haz que se pare el mundo y saldremos despedidos por la ley de la inercia.
––No logro con mis palabras invocar a los dioses. Tu voz musical me “embesa”, pues el sol arranca destellos de oro de tu cabellera, levemente castaña, que enmarca con tirabuzones tu rostro ovalado. Tez de tersura solo comparable a los pétalos de las rosas. ¡Ay, pestañas que queréis fundiros con el azul de sus pupilas!
––¿Quieres dejar de decir sandeces?
––Es la prosa de “Scaramouche”, puesto que yo no puedo competir con Sabatini, te regalo sus palabras.
––¿Y cuáles son tus palabras?
––Bien quisiera las de Cyrano. Pero ya no son tiempos para Cyrano. Bien sabes que prendado quedé de tu ombligo aquella vez que saltaste a un rebote jugando al baloncesto.
––Nunca he jugado al baloncesto ––declara enfurecida Nieves.
––Es la metáfora del sueño, pues no me resisto a tu ombligo, a él quisiera estar pegado. No quiero que se peguen nuestros labios, porque si lo hacen cómo podría deleitarme en tu cuello, por no hablar del lóbulo de tu oreja. Ya te digo, que si nuestros labios quedasen unidos en el infinito, viviría en tu pensamiento, aunque no podría sentir tu dulce voz. Tu ombligo, en sí, es una catarsis. Embriagada no te muestras, deja que acaricie el moflete de tu sonrisa.
––Un mordisco bien te daría.
––Si tuviésemos los labios pegados, en un beso eterno, ¿también me darías mordiscos? Tus mordisquitos serían deliciosos.
––¿No te puedes poner serio?
––Por supuesto, que ahora que lo estoy pensando, si estoy pegado a tu ombligo me pierdo la estructura de tu espalda, y en ella también quieren mis labios perderse. Me pierdo en ti.
––Está visto, eres un… Pues ya sabes lo que te espera ahora: llevar el ganado a las vaquerizas del tío Emeterio.
––Ya ves, no pude parar el tiempo. No hay verso en este mundo de prosa. Vuelvo a calzarme el zurrón, un palo en mi mano me da más pinta de pastor. ¿Dónde me esperas, corazón?
––Acércate a la casa, que ya veré cuándo llego.
––Mi vida es esperarte.
––¡Ya! ––casi grita Nieves haciendo un severo ademán––. ¿Para cuánto tiempo te vas a dignar quedarte?
––Tres días. Terminé la novela.
––Y como la terminaste ahora vienes a darte al descanso.
––A respirar amor, a sentir el oxígeno de tu naturaleza, a vivir en paz. Bien abandonaste Madrid para sentir esta divina libertad. Eres un espíritu libre.
––Un espíritu que no quiso ejercer la abogacía y se refugió en este…
––¡Oasis! Yo ni siquiera tuve el valor de concluir la carrera.
––Y te lanzaste a la escritura.
––Quizá también me refugié en las palabras. Cada uno tiene su refugio. Todo el mundo debe tener un refugio. ¿Me refugio en tus brazos? En tus brazos y caricias encuentro la paz.
––Paciencia tengo contigo. Haz el favor de llevar las vacas donde el tío Emeterio.
––A ello me entrego. Te esperaré en casa a la lumbre de la chimenea.
––¡Tú no enciendas nada y estate quietecito!
––No perturbes la metáfora.
––No sé si darte un beso o un coscorrón.
A la faena se puso Ross, quince vacas quedaron en sus manos, de pastor poco aire tenía. A la tarea se aplicó buscando las cornamentas con cencerro. “Ellas marcarán el camino a las demás” pensó. Un paseo con las vacas era un aire de libertad. Con poca maña, pero mucha voluntad, se hizo, mal que bien, el camino
––¿Y la Nieves?
––Algún encargo tendría y aquí me ha mandado. Nada me ha dicho.
––Se te ve más delgado. Mañana me ayudas con el heno. A las siete de la mañana acércate por aquí. Ya te daré un buen vaso de leche.
Pocas palabras más, ya estaba dicho todo. El tío Emeterio te ganaba con su seriedad, y Ross tornóse a la casa y fue un esperar cuando Nieves apareció.
––Parece que te hiciste con las vacas.
––También me gané el cariño del tío Eme, ya me ha encargado faena.
––No sé si has llegado a ganarte esta lechuga recién sacada de su matriz: la tierra.
––Bonita metáfora. Quizá hasta de propina tenga estos maduros tomates.
––No hay lechuga ni tomates como estos en Madrid.
––Ni siquiera hay nieve en Madrid, Nieves.
––Agárrame esto un momento.
––La cesta de Caperucita, que hasta una cebolla contiene. Con estas tres hortalizas me has arrebatado el corazón.
––Ya puedes ir lavando y cortando los manjares, gazmoño.
––Allí tienes una caja como presente de este siervo tuyo.
––Ya veo que quieres llenarme la casa de libros.
––Para tus tardes de ensimismamiento nada mejor que la lectura. Apenas ocho libros: Fortunata y Jacinta, que son dos volúmenes, el primero para Fortunata y el segundo que corresponde a Jacinta.
––Menos mal que no se te ha ocurrido traer los Episodios Nacionales.
––Todo se andará. Estuve a punto de traerte Lo que el viento se llevó, pero ahí tienes Circo familiar, de Danilo Kis.
––Ese no es tu estilo. Seguro que te lo ha recomendado alguien.
––¿Es mi estilo Harpo habla?
––Es tu devoción al marxismo. Y un clásico de Chandler.
––Sí, El largo adiós. Una novela sobre la amistad.
––Phillip Marlowe, Bogart.
––Elliot Gould fue quien encarnó el papel en la adaptación cinematográfica.
––El hereje, de Delibes. Así como Grandes esperanzas, de Dickens.
––Y Perfidia, de James Ellroy.
––Solo son siete.
––Y El Quijote…
––Venga, ¡dime la tontería!
––Y El Quijote me he aprendido de memoria para escribirlo sobre todo tu cuerpo.
Al duque de Béjar marqués de Gibraleón, conde de Benalcázar y Bañares, vizconde de la Puebla de Alcocer, señor de las Villas de Capilla, Curiel y Burguillos. En fe del buen acogimiento y honra que hace Vuestra Excelencia a toda suerte de libros, como príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes, mayormente las que por su nobleza no se abaten al servicio y granjerías del vulgo, he determinado sacar a la luz al Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha al abrigo del clarísimo nombre de Vuestra Excelencia...
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