"Símbolo de Reyes" |
Esperanza Goiri
Otras navidades que han pasado. Los Reyes Magos marcan el punto final. Sin solución de continuidad, las rebajas piden paso y la mayoría de los mortales se enfrenta a la temida “cuesta de enero”. Quien más quien menos se lamenta de los excesos cometidos y entona con aire compungido el mea culpa mientras programa las más variadas actividades deportivas y consulta dietas milagrosas para conseguir que todo vuelva a su ser. El meneo dado a la tarjeta de crédito es otro cantar, no hay coach ni nutricionista que pueda remediarlo. A lo hecho, pecho.
El caso es que sus Majestades han vuelto a revolucionar las casas, especialmente en las que hay niños. Los paquetes y los regalos se amontonan por doquier. Los pequeños, agotados y ahítos ni se enteran de lo que tienen. Tras la novedad y la apertura de paquetes pasan de un regalo a otro sin llegar a jugar con ninguno. Mientras, los padres se lamentan sin saber cómo gestionar esa sobreabundancia y en las semanas sucesivas se acordarán del tío Paquito, que le ha comprado al niño ese coche con sirena aguda y escandalosa; y de la abuela Maruja que, pese a las advertencias de que no era necesario, le ha sorprendido con un garaje de tres plantas que ocupa la mitad de la habitación. Por no mencionar a los que pasan la noche en vela ante el tremendo empacho ocasionado tras la ingesta descontrolada de todo tipo de chuches, roscones y demás. Sí, ya sé que alguien estará pensando que un día es un día, y siempre les quedarán los recuerdos de esa fecha mágica. Y así es, pero hay que procurar no caer en la exageración y el despilfarro.
Sólo la mente infantil puede admitir como lo más natural del mundo que tres señores con manto y corona que viajan desde Oriente, sin más vehículo que sus animales, puedan repartir en una noche miles de regalos sin esperar nada a cambio. Lo lógico sería que acabaran en el servicio de urgencias de cualquier hospital tras pimplar tropecientas copitas con los más variopintos brebajes, y digerir empalagosas delicias navideñas en un tiempo récord. No, no me olvido de los sufridos camellos, que, si de verdad se bebieran los cubos de agua que les esperan, en vez de dos jorobas necesitarían ocho para almacenar todo ese líquido. Tampoco podemos pasar por alto las dificultades materiales y prácticas para colarse en las casas sin romper nada, dejando como único rastro sus obsequios. Un puro disparate. Una locura que el raciocinio más básico no puede admitir. Y es ahí, precisamente, donde radica su grandeza y su fascinación.
Siempre me ha gustado la fecha de los Reyes. Pensar muy bien qué les ibas a pedir, ir al estanco o a la papelería a comprar la carta, echarla en el correo a tiempo o, si había suerte y coincidía, entregarla en mano a los pajes reales. Las vacaciones se hacían eternas a la espera del fastuoso día. Intentabas portarte mejor que nunca porque, como te decían los mayores: “los Reyes lo ven todo”. Sacar brillo a tu zapato y elegir un lugar estratégico en el salón para que lo vieran fácilmente. Meterte en la cama hecha un manojo de nervios y no conseguir dormir, atenta al menor ruido que delatara la presencia de sus Majestades. Las preguntas desde tu cama que resonaban por toda la casa: ¿qué hora es ya?, ¿nos levantamos a ver los regalos? Y la respuesta lejana, paciente y cansada de tu padre: “son sólo las cinco, todavía no, dormíos un rato más”. Finalmente, el momento llegaba y, por fin, la familia al completo nos agolpábamos frente a la puerta cerrada del salón, esperando a que mi padre la entreabriera y con mucha ceremonia nos fuera informando: “no veo muy bien porque la persiana está bajada, pero creo que distingo paquetes”. Primero se metía él y daba las luces, que eran el pistoletazo de salida para entrar en tropel a ver qué habían traído.
Es cierto que sufres una decepción cuando descubres el secreto. Ya no es lo mismo. Pero una vez aceptado y superado, ¿quién no se ha hecho el longuis, haciendo ver que te lo seguías creyendo, no fuera a ser que si confesabas, te quedaras sin regalos o éstos disminuyeran en importancia o cantidad? A ver, ¿cuántos de vosotros no habéis hecho de Sherlock Holmes, aprovechando las ausencias y distracciones de los progenitores, para averiguar dónde se escondían los regalos y tratar de adivinar por el envoltorio, el peso o la forma si te habían comprado lo deseado? ¿Quién es el guapo que no ha puesto cara de acelga y mirada perdida en el vacío, cuando a algún familiar metepatas se le escapaba delante de ti un comentario revelador del tipo: “ya me dirás qué le echo a la niña”, y la niña en cuestión, o sea tú, era el vivo retrato de la esfinge maragata: ni oía, ni veía, ni padecía. No te dabas por aludida para que siguiera la fantasía.
Cuando ya llegabas a una edad en la que no reconocer que lo sabías hubiera sido síntoma de encefalograma plano, la tónica de la fiesta cambiaba y se establecía una complicidad y participación activa en la preparación de los regalos para sorprender a los demás. Pero el resultado era el mismo, el día 6 de enero había algo esperándote en tu zapato. Más adelante, cuando tenías cierta independencia económica te convertías en Reina Maga de verdad. Recuerdo lo orgullosa que me sentí la primera vez que pude regalar un detalle a mi familia.
He intentado transmitir la tradición de este día a mi hijo, y creo que lo he conseguido, porque aunque ya tiene trece años y, obviamente, ha desvelado el misterio de los Reyes hace mucho, lo espera con ilusión y lo disfrutamos juntos; y deseo que cuando le toque a él su turno de oficiar el “milagro”, sea capaz de mantener la magia; porque todo niño debe experimentar, al menos una vez en su vida, las sensaciones que generan esos tres señores un poco estrafalarios, pero entrañables, y creer por una noche que todo es posible.
Qué noche más mágica es la noche mágica de Reyes. Quizá sea la única fiesta que me gusta de la Navidad. Es la ilusión.
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