Betsy Blair en Calle Mayor (1956) |
Por Esperanza Goiri
Hace unas semanas bromeaban dos amigas sobre ese estado civil que es la soltería y, más concretamente, sobre el epíteto peyorativo de solterona.
Al oír ese término a todos nos viene a la mente la imagen de una mujer madura, ajada, rebosante de resquemor y frustración por no haber sido “capaz” de atrapar al “ansiado” marido. Pese a que el diccionario de la RAE define solterón/na como calificativo referido a una persona entrada en años y que no se ha casado, socialmente las connotaciones para un hombre o una mujer son muy diferentes. En el caso del varón, es un bon vivant, un tío listo que no se ha dejado cazar por ninguna fémina que limite o anule su libertad. Es mirado con simpatía e indulgencia y por muy poco apetecible que sea, en todos los sentidos, se presupone que nunca le van a faltar candidatas para compartir su cuerpo serrano. Sin embargo, en su versión femenina se piensa en una pobre infeliz, poco dotada de belleza o gracia, que vaga por este valle de lágrimas a la búsqueda desesperada de un enamorado que le haga feliz. Hay en la literatura magníficos ejemplos de estos personajes como La solterona de Edith Wharton, Doña Rosita la soltera de Lorca, Washington Square de Henry James o La señorita de Trevélez de Carlos Arniches, llevada luego al cine con el título Calle Mayor por Juan Antonio Bardem, en una estupenda adaptación que omite los aspectos divertidos de la historia original para potenciar los más dramáticos.
Hasta hace relativamente poco tiempo ser soltera era una tragedia, sobre todo para las que no disfrutaban de una situación económica desahogada. La sociedad se encargaba de hacer pagar a esas desdichadas criaturas, asignándoles el papel de cuidadoras de todos los miembros de la familia, siempre dependientes de las decisiones tomadas por los demás y ocupando en los actos sociales el ingrato papel de ser un número impar. Se convertían en objeto de bromas y chascarrillos sobre sus necesidades afectivas y sexuales no satisfechas y su supuesta eterna persecución de un hombre para dar sentido a su existencia. Sin duda sus vidas no eran precisamente un paraíso.
Sí, por fortuna, hemos evolucionado. Hoy en día, la mujer soltera no tiene más límites que los que ella quiera ponerse. Ni siquiera la maternidad depende ya de una pareja. Pero con solo rascar un poquito, bajo la superficie de lo políticamente correcto y de libertad aparente “del vive y deja vivir” que nos rodea, descubrimos que aún queda en el imaginario social un poso resabiado, con un tufillo reaccionario, que se manifiesta en expresiones como estas o parecidas: “Si no espabilas se te va a pasar el arroz”; “Está amargada, claro como no hay perrito que le ladre”; “Algo raro tiene si a estas alturas no ha conseguido pareja”; “Tú no hagas el tonto y encuentra un buen hombre…” ¿Os suenan? Por supuesto, van referidas a las chicas. A los varones se les alecciona para no dejarse atrapar por una “lagarta” y a disfrutar de su soltería que ya habrá tiempo para sentar la cabeza. No hay más que ver esos ejemplares, ya en la treintena, anclados en casa de mamá porque nadie los merece ni los va cuidar como ella.
Mi primer recuerdo de una mujer soltera me retrotrae a una tía de mi madre, la tía Rosa. Sus visitas a casa siempre venían acompañadas de paquetes de caramelos a los que era imposible quitar el envoltorio. Llegaba envuelta en un aroma de agua de colonia y polvos de talco y propinaba con efusión besos de los que pinchaban. Bajita, peinada con una permanente rojiza y vestida con trajes de chaqueta de colores imposibles, puede decirse que encajaba en el cliché de una solterona. Yo era pequeña pero me gustaba esa mujer divertida y extravagante. Ya de mayor, me enteré de que la tía Rosa fue una adelantada a su tiempo; culta y amena, trabajaba, viajó por todo el mundo y no le faltaron pretendientes, uno de ellos en la lejana Argentina. Fue célibe por convicción y disfrutó de su vida con independencia y entusiasmo.
Por el lado paterno, una hermana de mi padre también optó por no casarse. Era enfermera, tenía un apartamento monísimo, conducía su propio vehículo, alternaba con sus amigas y tenía fama de hacer lo que le daba la gana. Con estos mimbres, no era de extrañar que cuando a mí me preguntaban qué quería ser de mayor, con absoluto convencimiento, respondía: “soltera”, provocando el alborozo y jolgorio entre los mayores. No faltaba la típica señora que me decía: “ya cambiarás de opinión cuando crezcas”; pero también las había que expresaban con asombro: “¡qué lista, la niña!”
El caso es que se cruzó en mi camino el asturmexicano y no cumplí mi determinación de la infancia, pero sí he mantenido el
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