Por José María Ruiz
La festividad de caminar por el rastro. |
La primera conciencia que tengo de caminar (del caminar) se remonta al mediodía del viernes (de los viernes), cuando, a la salida del colegio —contaría seis años—, encontraba a mi abuela esperándome en casa. Aquello conllevaba, la mayoría de las veces, una hermosa noticia: no asistiría a clase en horario vespertino. ¿La razón? Pasaría el fin de semana en su morada.
Agarrados de la mano hacíamos el recorrido a pie, un paseo de unos cuatro kilómetros a través de estrechas calles y aceras mínimas, algún tramo de tierra. Y en cada intersección nos deteníamos, venía a preguntarme por el significado de las señales de tráfico, por el sentido en que venían los automóviles, me hacía mirar a un lado y otro… Una pequeña parafernalia para cruzar la calle con plena seguridad. También me explicaba el lenguaje de los semáforos, el verde para los coches y el verde para los peatones, detente con los rojos, con los rojos para los peatones, ya que puedes pasar con el rojo para los coches, todo ello para saber cuándo se podía cruzar. La abuela era muy estricta para estos detalles, sabía cumplir las normas. ¿Por qué no habré aprendido sus lecciones? ¿Por qué no habré seguido sus consejos?
Bien puedo ubicar mis siguientes pasos con toda nitidez. Fueron caminatas en compañía, en pandilla, la chiquillería buscábamos películas toleradas para todos los públicos, y allí viajábamos a los cines de barrio —contaría nueve años—. Resultaba jovial aquel deambular, un transcurrir ligero con algo de vocerío, con más de un despiste, no faltaron los sustos ante el tráfico… Las explicaciones de la abuela se difuminaban.
Claro que mis pasos en solitario poseen una ubicación concreta: el rastro de Marqués de Viana. En el madrileño barrio de Tetuán, en Madrid —once años tendría uno—, se levantaba a lo largo de toda la calle la mañana de los domingos, una mezcolanza de puestos que venían a despertar los sentidos. Empezando por el gusto; no faltaba una hermosa porra, más de medio metro de longitud (si la remembranza no me engaña), recién frita. Al calor del estómago, los pies remontaban la calzada en dirección a Bravo Murillo: Lentos los pasos, concurrida es la arteria, apretujones, algún viandante esquivo. Resulta obligatorio detenerse para que la vista enfoque su interés. Al oído llega el pregoneo de precios y género; se vocea.
Especial atención acontecía frente al puesto del Machuca (célebre personaje), el cual, con el arte del charlatán, vendía un producto a través de una especie de bingo. Apenas podía asomar la cabeza ante tal tumulto. Tanto alargaba la oratoria que nunca observé un juego completo. Algo agobiado me encontraba. Claro que si vas al rastro sabes que vas a estar rodeado de gente.
Mi caminar se aventuraba hacia otros puestos, donde asoman, entre cajones y estantes, discos y libros. El espacio se ha abierto, y sosegado me pierdo contemplando uno a uno los Lps; también andan por ahí las casetes. Lo mismo compro la banda sonora de “Grease” (hacía furor en aquellos años), lo mismo adquiero un disco de Los Chunguitos. La Barraca se encuentra abierta, una pequeña librería. En el colegio me mandan leer “Zalacaín el aventurero” y allí lo compro. No me puedo olvidar del alpiste para el periquito. Años hubo donde se vendían animales en la calle. ¡Anda, si me falta un cromo para completar el álbum! Junto al cine Savoy se encuentra el intercambio y compra; la chavalería se agrupa.
Y en el medio de la calle, el mercado negro. Pilas, ajos, albaricoques. Algún trilero. Todas las tiendas tienen sus puertas abiertas; los bares, atestados. Un colorido de sensaciones se desataba en Marqués de Viana. Se hacía palpable un aire de júbilo, algo de regocijo sentía.
Mira que nunca he sido de entrar en tiendas, siempre preferí husmear, y las mañanas soleadas de los domingos invitan a ello, sintiendo el aire de la calle entre el maremágnum de la gente, rastreando alguna sorpresa, sin la obligación de comprar… Lo mismo puede ser un cinturón que una camiseta, la vista hace panorámica entre muebles y juguetes, bisutería y aceitunas… La calle Marqués de Viana, el rastro de Marqués de Viana donde tomé conciencia de mis primeros pasos en solitario.
No, ya no vayas al rastro de Marqués de Viana; no, ya no encontrarás el bullicio porque los coches han tomado la calzada. El Ayuntamiento decidió trasladarlo de ubicación, y en la Avenida de Asturias lo situaron… Nunca tuvo la grandeza y literatura del rastro de Cascorro, ni siquiera llegaron a rodarse películas sobre su asfalto, pero siempre tendrá un espacio en mi corazón. Yo no lo olvido.
Agarrados de la mano hacíamos el recorrido a pie, un paseo de unos cuatro kilómetros a través de estrechas calles y aceras mínimas, algún tramo de tierra. Y en cada intersección nos deteníamos, venía a preguntarme por el significado de las señales de tráfico, por el sentido en que venían los automóviles, me hacía mirar a un lado y otro… Una pequeña parafernalia para cruzar la calle con plena seguridad. También me explicaba el lenguaje de los semáforos, el verde para los coches y el verde para los peatones, detente con los rojos, con los rojos para los peatones, ya que puedes pasar con el rojo para los coches, todo ello para saber cuándo se podía cruzar. La abuela era muy estricta para estos detalles, sabía cumplir las normas. ¿Por qué no habré aprendido sus lecciones? ¿Por qué no habré seguido sus consejos?
Bien puedo ubicar mis siguientes pasos con toda nitidez. Fueron caminatas en compañía, en pandilla, la chiquillería buscábamos películas toleradas para todos los públicos, y allí viajábamos a los cines de barrio —contaría nueve años—. Resultaba jovial aquel deambular, un transcurrir ligero con algo de vocerío, con más de un despiste, no faltaron los sustos ante el tráfico… Las explicaciones de la abuela se difuminaban.
Claro que mis pasos en solitario poseen una ubicación concreta: el rastro de Marqués de Viana. En el madrileño barrio de Tetuán, en Madrid —once años tendría uno—, se levantaba a lo largo de toda la calle la mañana de los domingos, una mezcolanza de puestos que venían a despertar los sentidos. Empezando por el gusto; no faltaba una hermosa porra, más de medio metro de longitud (si la remembranza no me engaña), recién frita. Al calor del estómago, los pies remontaban la calzada en dirección a Bravo Murillo: Lentos los pasos, concurrida es la arteria, apretujones, algún viandante esquivo. Resulta obligatorio detenerse para que la vista enfoque su interés. Al oído llega el pregoneo de precios y género; se vocea.
Especial atención acontecía frente al puesto del Machuca (célebre personaje), el cual, con el arte del charlatán, vendía un producto a través de una especie de bingo. Apenas podía asomar la cabeza ante tal tumulto. Tanto alargaba la oratoria que nunca observé un juego completo. Algo agobiado me encontraba. Claro que si vas al rastro sabes que vas a estar rodeado de gente.
Mi caminar se aventuraba hacia otros puestos, donde asoman, entre cajones y estantes, discos y libros. El espacio se ha abierto, y sosegado me pierdo contemplando uno a uno los Lps; también andan por ahí las casetes. Lo mismo compro la banda sonora de “Grease” (hacía furor en aquellos años), lo mismo adquiero un disco de Los Chunguitos. La Barraca se encuentra abierta, una pequeña librería. En el colegio me mandan leer “Zalacaín el aventurero” y allí lo compro. No me puedo olvidar del alpiste para el periquito. Años hubo donde se vendían animales en la calle. ¡Anda, si me falta un cromo para completar el álbum! Junto al cine Savoy se encuentra el intercambio y compra; la chavalería se agrupa.
Y en el medio de la calle, el mercado negro. Pilas, ajos, albaricoques. Algún trilero. Todas las tiendas tienen sus puertas abiertas; los bares, atestados. Un colorido de sensaciones se desataba en Marqués de Viana. Se hacía palpable un aire de júbilo, algo de regocijo sentía.
Mira que nunca he sido de entrar en tiendas, siempre preferí husmear, y las mañanas soleadas de los domingos invitan a ello, sintiendo el aire de la calle entre el maremágnum de la gente, rastreando alguna sorpresa, sin la obligación de comprar… Lo mismo puede ser un cinturón que una camiseta, la vista hace panorámica entre muebles y juguetes, bisutería y aceitunas… La calle Marqués de Viana, el rastro de Marqués de Viana donde tomé conciencia de mis primeros pasos en solitario.
No, ya no vayas al rastro de Marqués de Viana; no, ya no encontrarás el bullicio porque los coches han tomado la calzada. El Ayuntamiento decidió trasladarlo de ubicación, y en la Avenida de Asturias lo situaron… Nunca tuvo la grandeza y literatura del rastro de Cascorro, ni siquiera llegaron a rodarse películas sobre su asfalto, pero siempre tendrá un espacio en mi corazón. Yo no lo olvido.
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