"Angelitos negros" (Irene Becerril) |
Por Esperanza Goiri
Crecí entre boleros, tangos, rancheras, bandas sonoras de cine y alguna que otra zarzuela. Desde muy pequeña canturreaba las letras de esas canciones que ni comprendía ni era consciente de su alcance. María Dolores Pradera, Eydie Gorme, Los Panchos, Pedro Vargas, Carlos Gardel, Chavela Vargas y muchos otros formaban parte de ese repertorio. De entre todas esas tonadas había una que me emocionaba especialmente, el bolero Angelitos negros. Mi mente infantil no captaba en toda su esencia la cruda realidad ni la protesta contra la discriminación racial que inspiró al poeta venezolano Andrés Eloy Blanco para el poema Píntame angelitos negros, al que posteriormente pondría música el compositor mexicano Manuel Álvarez Rementería. Tras los arreglos musicales pertinentes para convertirlo en bolero, fue la voz del cantante cubano Antonio Machín quien lo hizo mundialmente famoso. Grabó la canción en los años cuarenta y en España fue un éxito rotundo. Cientos de parejas en la posguerra y décadas posteriores se dejaron mecer y enamorar por sus cadenciosos sones.
Como ya he dicho, desde mis escasos cinco años, no entendía el trasfondo de la canción pero sí que me producía inquietud y tristeza. ¿Por qué no se pintaban ángeles negros? ¿Qué habían hecho para merecer esa indiferencia? Hasta tal punto me desazonaba el tema, que en todas las iglesias que entraba me fijaba con mucha atención en los cuadros para encontrar un angelito negro y quedarme tranquila y satisfecha. Sin embargo, comprobé con disgusto que la canción decía la verdad: no se veían angelitos negros por ningún lado, se habían olvidado de ellos. En los cuentos y en los adornos navideños pasaba lo mismo, ni rastro de su existencia. Eran rubios, castaños, pelirrojos…, pero todos blancos como la leche. Siendo educada en un colegio religioso supuse que allí podrían darme una explicación de esa ausencia. Me confirmaron que en ninguna capilla ni estancia del inmenso colegio había un querubín negro, por pequeño que fuese, pero que sí tenían reproducciones de niños africanos. La monja me llevó con mucho misterio a una salita privada mientras me explicaba que allí guardaban unas huchas para la recaudación del Domund, custodiadas con mucho celo porque se habían ido rompiendo y se conservaban muy pocas. Abrió con llave un armario y me mostró unas cabezas de barro vidriado, con una ranura para meter monedas, representando diferentes razas. Sí, efectivamente había una de etnia negra. Esa cabeza sin cuerpo que desde el armario me miraba fijamente, con unos ojos saltones y llamativos labios rojos, me produjo un efecto tremendo. Frente a los angelotes rollizos, felices y sonrosados que, flotando entre nubes, se veían por todas partes, esa figura tosca, fría y fea, en lugar de consolarme me hizo romper en llanto. No solo se olvidaban de ellos sino que cuando se acordaban los mostraban espantosos. La monja, desconcertada ante mi reacción, lo solucionó con un cachete cariñoso afirmando que era demasiado impresionable y que tenía que espabilar.
Los recientes sucesos de Baton Rouge, en Luisiana (Estados Unidos), son un claro ejemplo de que la tensión racial es un problema todavía no resuelto, de que los olvidados siguen reclamando su sitio. Como los angelitos negros, hay miles de personas que podríamos considerar invisibles: refugiados, ancianos, huérfanos, indigentes… no los vemos o no queremos verlos. ¿Comodidad? ¿Egoísmo? ¿Cobardía? Sin duda, pero también por el miedo que nos da traspasar un día la frontera y convertirnos en uno de ellos. En hombres y mujeres de celofán que nadie ve y a nadie le importa su suerte. Por eso, cuando viajo y entro en alguna capilla, iglesia o museo instintivamente mis ojos siguen buscando angelitos negros. En las raras ocasiones en que los descubro, una íntima satisfacción desagravia a la niña que fui y me recuerdan la frágil línea que nos separa de esos que con todo cinismo se etiquetan como “los desfavorecidos de la tierra”.
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