Por Juana Celestino
Hace unos días volví a ver La tía Tula, adaptación cinematográfica de la obra de Unamuno del recientemente fallecido Miguel Picazo. La cinta es de 1964, pero la novela la escribió don Miguel en 1907, época en la que subsistía en España el sororato, una arcaica práctica que proponía la unión matrimonial del hombre que enviudaba con una hermana de la mujer fallecida, a fin de que aquella asumiera los deberes de esposa y madre de sus sobrinos-hijastros. Todo un planazo para la mujer de la época. La protagonista de esta historia, Tula (interpretada por Aurora Bautista), se rebela contra semejante imposición y rechaza rotundamente casarse con el marido de su hermana Rosa, más debido a motivos religiosos, al sentir repugnancia por las relaciones sexuales, que por rechazo a esa exigencia social.
Tula, sin embargo, se entrega maternalmente al cuidado de sus sobrinos; encarna a la mujer que considera que la maternidad es su función, su razón de ser, pero sufre la desasosegante contradicción de muchas mujeres de entonces que, por un lado eran empujadas a la castidad o al rechazo del disfrute sensual, y al mismo tiempo deseaban satisfacer el instinto maternal o se sentían obligadas a la tarea reproductora. Es una mujer víctima de sus creencias religiosas y, sobre todo, de sí misma al negar (en su obsesión por permanecer pura) la pasión por su cuñado Ramiro, aun sabiendo que es correspondida en la misma medida. Su postura no es natural y, en consecuencia, le produce dolor. La sexualidad reprimida le crea una desazón en la que a veces el cuerpo la traiciona, como cuando se excita imaginando que Ramiro piensa en ella misma mientras tiene sexo con su hermana. Tula es un ejemplo de los traumas de la teología del sexo donde el verbo “prohibir” está a la orden del día. La escena final, despidiéndose en el tren de sus sobrinos ya mayores, viendo cómo se alejan, es una imagen desgarradora de la soledad absoluta. El tren de su vida ha pasado y con él la oportunidad de ser feliz.
Tula, sin embargo, se entrega maternalmente al cuidado de sus sobrinos; encarna a la mujer que considera que la maternidad es su función, su razón de ser, pero sufre la desasosegante contradicción de muchas mujeres de entonces que, por un lado eran empujadas a la castidad o al rechazo del disfrute sensual, y al mismo tiempo deseaban satisfacer el instinto maternal o se sentían obligadas a la tarea reproductora. Es una mujer víctima de sus creencias religiosas y, sobre todo, de sí misma al negar (en su obsesión por permanecer pura) la pasión por su cuñado Ramiro, aun sabiendo que es correspondida en la misma medida. Su postura no es natural y, en consecuencia, le produce dolor. La sexualidad reprimida le crea una desazón en la que a veces el cuerpo la traiciona, como cuando se excita imaginando que Ramiro piensa en ella misma mientras tiene sexo con su hermana. Tula es un ejemplo de los traumas de la teología del sexo donde el verbo “prohibir” está a la orden del día. La escena final, despidiéndose en el tren de sus sobrinos ya mayores, viendo cómo se alejan, es una imagen desgarradora de la soledad absoluta. El tren de su vida ha pasado y con él la oportunidad de ser feliz.
Es tremendo lo injustos que podemos ser a veces con nosotros mismos al acarrearnos, voluntariamente, la propia infelicidad, como en el caso de Tula. También lo somos cuando damos el mando de nuestra vida a otros para que se apropien de ella y bloqueen nuestra tarea vital. Me viene a la mente otro clásico del cine, La extraña pasajera, del realizador Irving Harper, donde el personaje, Charlotte (Bette Davis), es una mujer de baja autoestima, triste y taciturna por el influjo de una madre tiránica que le impide expresar sus deseos más profundos, y se ve obligada a vivir en la ilegalidad de sus propios pensamientos. Charlotte vive recluida en su cuarto, esconde en su biblioteca libros censurados por su madre, y en el cajón de su escritorio cigarrillos, su vicio secreto. En este caso, la opresión que vive el espectador como testigo del trato que sufre la protagonista, da paso a cierto alivio cuando la heroína decide luchar con todas sus fuerzas por arrancarse el dominio de su castradora madre, y trata por todos los medios de vivir al margen de su fatal influjo.
Son numerosos los motivos que pueden impulsarnos a rechazar las oportunidades de la vida o a posponer decisiones, una postura que nos impedirá desarrollarnos plenamente como personas. El miedo, que nunca muere, está detrás de todos ellos: miedo al fracaso, a la pérdida de estatus o privilegios, a involucrarnos en situaciones que nos expongan a una vulnerabilidad de la que podamos salir mal parados, el chantaje emocional…
Y todo eso que no nos permitimos vivir, ni ser, se vuelve contra nosotros y acaba transformándose en una pesada carga que, tarde o temprano, nos puede crear un sentimiento de urgencia, una desazón, por querer recuperar el tiempo perdido, que desgraciadamente ya no vuelve. Jung tenía razón, pues tomar conciencia de ello nos puede llevar no solo a la amargura, también a un estado de perturbación mental con pensamientos destructivos y pesimistas y abocarnos a una muerte en vida que, en algún caso llegue a ser causa de muerte física.
Arrepentirse de acciones ya llevadas a cabo, es una solemne tontería, un acto estéril; lo vivido, por mal que se haya hecho, bien vivido está: absolución total. Lo imperdonable es el arrepentimiento por no habernos atrevido a vivir, a ser felices.
Son numerosos los motivos que pueden impulsarnos a rechazar las oportunidades de la vida o a posponer decisiones, una postura que nos impedirá desarrollarnos plenamente como personas. El miedo, que nunca muere, está detrás de todos ellos: miedo al fracaso, a la pérdida de estatus o privilegios, a involucrarnos en situaciones que nos expongan a una vulnerabilidad de la que podamos salir mal parados, el chantaje emocional…
Y todo eso que no nos permitimos vivir, ni ser, se vuelve contra nosotros y acaba transformándose en una pesada carga que, tarde o temprano, nos puede crear un sentimiento de urgencia, una desazón, por querer recuperar el tiempo perdido, que desgraciadamente ya no vuelve. Jung tenía razón, pues tomar conciencia de ello nos puede llevar no solo a la amargura, también a un estado de perturbación mental con pensamientos destructivos y pesimistas y abocarnos a una muerte en vida que, en algún caso llegue a ser causa de muerte física.
Arrepentirse de acciones ya llevadas a cabo, es una solemne tontería, un acto estéril; lo vivido, por mal que se haya hecho, bien vivido está: absolución total. Lo imperdonable es el arrepentimiento por no habernos atrevido a vivir, a ser felices.
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