Por Marisa Díez
Viñeta de El Roto para El País |
Desde niña fue consciente de pertenecer a una familia donde el compromiso con las causas que consideraban justas tenía valor de ley. Eran tiempos convulsos, recién enterrada la dictadura y con un país todavía enfrentado en dos bandos irreconciliables. Su mirada observadora se fijaba en el transcurrir de unos acontecimientos que no acertaba a comprender. Recuerda vagamente la imagen del padre, escuchando con avidez las noticias políticas de la época y aquellas extrañas reacciones ante unos hechos que ella todavía era incapaz de valorar. A sus escasos nueve años le costaba aceptar cómo alguien podía alegrarse de la muerte de un anciano, un abuelillo que a ella no le producía ninguna repulsa, más bien al contrario, sentía una auténtica tristeza al ver desfilar a tantas personas delante de su ataúd.
Poco a poco fue descubriendo historias familiares que le hicieron abrir los ojos. Tiene grabadas a fuego en su memoria las lágrimas de su padre cuando aquel partido ganó las elecciones. Y por eso, en estos últimos días, le ha vuelto a echar de menos como nunca.
Quince años no son nada, dice para sí misma. Quince años desde que se marchó y aún necesita sus consejos y su sabia opinión, esa misma a la que tantas veces se enfrentó cuando, con el descaro y la insolencia propias de la juventud, creía estar en posesión de la verdad, su verdad, la única que consideraba auténtica e irrefutable porque pensaba que iba a comerse el mundo.
Supone que la añoranza es la razón de que, en esta semana tan convulsa, haya imaginado cómo sería tener línea directa con el más allá e intentar salir de esta lucha interior en la que se encuentra. Ha sentido rabia, impotencia y, ante todo, una profunda decepción. Ráfagas de recuerdos martilleando en su cabeza. Aquellas canciones aprendidas casi de memoria desde la adolescencia, ante el temor de su madre, que, aseguraba, “cualquier día nos van a detener a todos” al escucharles entonar estrofas que hablaban de puños alzados, de tierras y amos; de Pedro, María, de Juan y José… Pero sobre todo, en estos últimos días, le ha venido a la mente de nuevo, como una pesadilla, el llanto emocionado de su padre, la noche en que ese hombre, ahora convertido en una caricatura de sí mismo, se asomó a aquel famoso balcón festejando la victoria.
Le hubiera gustado escribirle una carta, breve pero explicativa, para conocer su opinión y los pasos que debería dar a partir de ahora. Pero no supo hacerlo. Así que se conformó con aporrear las teclas del ordenador intentando esbozar algo parecido a una misiva, aunque sin destinatario. Es posible que de alguna manera él pueda leerla, se decía para sus adentros. Y seguro que encuentra la manera de enviarme una respuesta, se repetía sin demasiada convicción. Pero allí estaba, dale que te pego, intentando encontrar la solución a tantas preguntas que se le escapaban. Si lo consiguió o no es una incógnita que sólo el tiempo podrá despejar. Quién sabe si algún día encontrará un mensaje cifrado, que sólo ella sabrá interpretar.
Nunca terminas de superar la pérdida de las personas queridas. Las vas situando poco a poco en un lugar indeterminado que te permite continuar tu vida sin olvidarlas, pero sin que el dolor de su ausencia se te haga insoportable. Aprendes a seguir adelante obviando siempre los malos recuerdos.
Y a pesar de que el tiempo transcurre implacable, en cualquier momento te puede suceder. Una situación imprevista, un día extraño, y te descubres de repente buscando una respuesta en las escasas estrellas que brillan en Madrid, mientras afirmas, con una desazón interior infinita y un leve movimiento de cabeza: “Menos mal que no has podido verlo”.
Nunca es tarde para comerse el mundo, aunque parezca que ha pasado ya la edad de hacerlo...
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