Por Juana Celestino
Foto: Raymond Prunin (1950) |
Decía Bertrán Russell, con cierta ironía, que el secreto de la felicidad está en elegir unos buenos padres. Eso es algo que no está en nuestra mano, claro, y además alguno concluirá que la cosa bien está como está, e incluso que ha sido muy afortunado con sus progenitores. Pero la felicidad es un pez escurridizo, y aunque nuestros padres hayan contribuido a hacer de nosotros unas personas mental y emocionalmente saludables, nunca estamos a salvo del desequilibrio que nos provoquen otros seres, tampoco elegidos por nosotros, como un vecino amante del bricolaje que nos martillee durante el fin de semana o un jefe déspota que nos hunda en la miseria. Por suerte, para cuando surjan estos u otros inconvenientes que puedan amargarnos la existencia, y también para compartir los que nos proporcionen felicidad, existe otra clase de familia, para algunos la única y verdadera, que sí hemos podido elegir: los amigos. Nos acompañan en diferentes tramos de nuestra vida, algunos desde la infancia, otros más recientes, pero todos con la misma voluntad de hacernos más llevadero el camino si las fuerzas nos flaquean, de prestarnos su lucidez y resolución cuando la confusión y la duda nos asalten, o de alegrarse con nosotros si la vida nos sonríe.
La amistad, al igual que el amor, puede llegar de forma inesperada. Incluso es posible que alguien en quien no habíamos reparado nos otorgue el título de amigo. Recuerdo a una compañera del colegio, ajena a mi círculo habitual, que un día mientras esperábamos a la profesora de turno se entretuvo en escribir su nombre en el cristal de una ventana empañado de vaho; cuando llegó la delegada de clase, una vocinglera que se las daba de graciosa, y vio el grafiti exclamó: “el nombre de los tontos está escrito en cualquier parte”. Por el hecho de no reír la “gracia” la ofendida ya me consideró su amiga. Se llamaba Amelia, y al recordar ahora aquel episodio me pregunto qué tuvo más peso en mi actitud, si mi solidaridad hacia una compañera insultada o mi aversión hacia quien lanzó el insulto.
¿Podemos ser amigos de cualquiera que nos considere como tales? En el caso de Amelia, el hecho de acercarse a mí para hacerme partícipe de aquel sentimiento despertó mis simpatías hacia ella y dio lugar a un trato más frecuente, pero no más estrecho. En la amistad debe haber un grado de satisfacción vital que no se alcanza solo por el hecho de haber sido elegido por el otro. La reciprocidad es condición sine qua non para que se establezca el vínculo amistoso, un sentimiento tan fuerte, que incluso puede sobrevivir al fracaso de una relación de pareja. Aunque sea raro, pues la amistad entre los dos sexos no es algo admitido por todos. Como en el actor Fernando Fernán-Gómez cuando afirmaba en una entrevista que desde luego se podía dar la amistad entre un hombre y una mujer, siempre y cuando el hombre no fuera él. La ventaja de la amistad sobre el amor es que de un amigo, a diferencia de un amante, podemos estar separados sin que su ausencia cause estragos en la relación, salvo que en la pareja exista también un vínculo amistoso.
La amistad suele surgir por afinidades, pero no siempre. Cuando consideramos amigo a alguien el sentimiento es lo que prevalece, es el vínculo establecido entre dos personas que se tienen la misma estima, y, al margen de los gustos, aficiones en común o de la edad, el deseo de saber de esa persona o de compartir con ella cualquier acontecimiento de nuestra vida es lo que le da categoría de amigo. Como en toda relación donde haya un deseo de prosperar, requiere entrega y atención. Sin embargo, a veces parece como si la relación con el otro estuviera conectada a un piloto automático y, aunque llevemos tiempo sin ver o hablar con esa persona, y por lejos que esté, esa relación sigue inmutable. Incluso podemos experimentar la rara sensación cuando volvemos a verla al cabo del tiempo de no sentir extrañeza y saludarla con naturalidad y sin efusiones, como si no hubiera estado ausente.
A los amigos debemos gran parte de nuestra evolución vital. Nos expanden como personas; con su actitud abierta y sus observaciones diáfanas nos empujan a revisarnos, a conocernos mejor. Porque más importante que estimar el grado de cariño hacia un amigo, es saber quiénes somos cuando estamos con él. Aunque a veces podemos sorprendemos con una amistad mal entendida cuando el otro vuelca sobre nosotros una y otra vez problemas que nunca va a resolver, solo por llamar nuestra atención o por el placer de que le compadezcamos; hacérselo saber como amigos nos puede acarrear la etiqueta de insensibles y desalmados y marcar el final de esa relación. La exigencia al otro de lo que no puede darnos, un comentario desafortunado, o la desidia, pueden ser otros motivos de ruptura.
Son muchos los que han pasado por nuestra vida y hemos considerado amigos, pero amistad y abundancia son incompatibles. Se pueden establecer grados de amistad, pero siempre sabremos de quiénes somos verdaderamente amigos, de aquellos con los que podemos sincerarnos y sentirnos tan cómodos como cuando estamos con nosotros mismos, sin reservas ni pose alguna. Pero lo mejor de todo en esta relación tan preciada y singular, es que dos personas pueden llegar a crear un espacio común de convivencia, donde caben otros también, porque en la auténtica amistad no existe el afán de propiedad o exclusividad.
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