Por Esperanza Goiri
Calla Lillies (1941). Tamara de Lempicka
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Hace muchos años leí una novela cuyo título no recuerdo. Era una de esas narraciones inglesas decimonónicas que tanto me gustan. Su trama, muy típica: una mujer burguesa, sin medios propios, casada “in extremis” con un reverendo rural al que, por supuesto, no ama. Tras años de monotonía y frustración, queda viuda por un accidente. Podía haber sido su liberación, pero el autor no da tregua a la protagonista y esta contrae una enfermedad que la mantiene postrada en la cama sin más horizonte que esperar el final. Como compañía solo cuenta con el médico, una mujer del pueblo que la atiende y unos tíos mezquinos y despegados que van a verla únicamente por considerarlo una obligación cristiana. Como una pareja de cuervos negros y de mal agüero, la visitan con asiduidad para fiscalizar y controlar la intendencia y finanzas de la casa; para salvaguardar, lo máximo posible, las magras rentas que esperan heredar al ser los únicos parientes.
La historia describe con toda crudeza una vida, como tantas, infructuosa, anodina; para muchos, incluso, inútil. Sin embargo, me conmovió que la sumisa, contra todo pronóstico, se rebela y decide que va a pasar sus últimos días como ella quiere. Uno de los motivos de crítica y discusión continuas son las flores frescas que todas las semanas la doliente exige que luzcan en su habitación y en la sala visible desde su lecho. Por supuesto, los familiares no entienden ese deseo, que califican de frívolo, extravagante y fuera de lugar en una mujer moribunda. Pero yo la comprendí perfectamente, porque a veces lo que en apariencia es superfluo y prescindible adquiere una importancia vital y es clave para ayudarnos a superar circunstancias y situaciones difíciles. Nos propina ese empujoncito que impulsa a seguir un día más, a encarar con otro ánimo una mala noticia, una desgracia o una desilusión.
Por eso, empatizo inmediatamente cuando descubro uno de esos pequeños “refuerzos” a mi alrededor. Puede ser una cajita de bombones que asoma medio escondida entre la bandeja de puerros y el paquete de arroz en el carro de la compra. El boleto de la primitiva que rellena un anciano, con cara de suma concentración, tras contar y recontar las monedas necesarias, en un gesto típico de alguien a quien no le sobra el dinero. La camisa blanca con volantes que se compra una madre de familia en el mercadillo, pese a saber que no va a tener ocasión de estrenarla. Es el mismo impulso que mueve a un padre a regalar a su niña, el conejito saltarín, feo y chillón, que venden a la puerta del hospital infantil antes de recibir un tratamiento complicado. Es la caña con tapa que se toma un hijo, en el bar próximo a la casa de sus padres, antes de dar el relevo a la cuidadora para enfrentarse a otra noche larga y extenuante.
No son caprichos caros o extraordinarios, y sorprende, por eso mismo, la fuerza y resistencia que nos inyectan para aguantar el tirón. Quién, en algún momento de su vida, no ha recurrido a estas o parecidas recompensas que nos proporcionan un respiro, un poco de oxígeno para no morir en el intento. No me duelen prendas en reconocer que yo las he empleado y volveré a hacerlo cada vez que sea preciso. No solucionan el problema de fondo, pero lo hacen más llevadero y permiten llegar a la meta. Al fin y al cabo, como decía Manolo García en una de mis canciones favoritas, simplemente son “pequeñas tretas para continuar en la brecha”.
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