Por José María Ruiz
Siempre se nos atraganta algún plato de comida. |
Véase que el título es una frase hecha, y con ella corren tangencialmente “no te levantas de la mesa hasta que no lo termines todo” y “si no acabas, no sales a la calle”. Amenazas maternas ante el plato de comida. Ejercicio de autoritarismo. Quien tiene el mando lo ejecuta.
Ante el castigo uno ponía ojitos mohínos, poco importaba si de postre había manzana o pera, con paciencia se llevaba. De ahí que esta amenaza recayese en los días de natillas o arroz con leche. El no salir a la calle resultaba ser lo más efectivo, la llamada de la calle resultaba capital en un niño que con una simple piedra podía alcanzar enormes grados de felicidad. Todo sea por jugar.
El alimento como elemento venerable, claro que entre los comensales existía distintas clases. ¿Por qué no se castigaba al abuelo que siempre se dejaba algo en el plato? “No quiero más”, y tan ancho, apenas le quedaban tres cucharadas, las cuales no significaban lo mismo para el abuelo que para mí. “Tú estás creciendo”. Esas tres cucharadas eran esenciales para mi crecimiento, ¿y las cuarenta que anteriormente me había llevado al gaznate? ¿Con esas cuarenta no había crecido?
¿Quién no ha vivido tales trances? “Tenías que haber pasado una guerra”. Lapidaria frase. Malas venturas acontecieron en aquellas fechas. Días y más días de lentejas. Hoy no le pidas a mi padre que ingiera la susodicha legumbre, ni siquiera las menciones. “Cómetelas tú, yo me abro una lata de sardinas”. Mira que anda falto de hierro, “pues dame espinacas como a Popeye”…
Un nivel superior de castigo (valga la expresión) se imponía en el colegio. Los docentes poseían una amplia gama de métodos: la regla, el capón, el bofetón, de cara a la pared, de rodillas (con las manos en cruz), la expulsión de clase, “que mañana vengan tus padres a hablar conmigo” y, por supuesto, el “copia cien veces”.
Pero qué es esto. Solo un ratoncito correteando por la clase. Inevitable el barullo, y todos los alumnos… Sí, castigados, y a copiar.
—Copiad entera la página 30 del libro.
—Ya es la hora de salida.
—Hasta que no acabéis no se sale.
—Tenemos que ir al comedor del colegio.
—No se sale —sentenció el profesor.
Quizá el peor castigo sea tener un mal profesor. Cómo olvidar a ese hombre que se “postraba” ante la pizarra a dibujar una cara (con apariencia santificada) y escribir una frase, y nos mandaba copiarlo… A continuación el docente abandonaba el aula y no le volvías a ver el pelo hasta última hora. ¡Y cómo humillaba a los alumnos al sacarlos a la pizarra! “¿De qué color es el caballo blanco de Santiago? No lo ves, claro. Otra vez: ¿de qué color es el caballo blanco de Santiago?”. A mí me tocó lidiar con los palotes, pues venía a escribir los números uno con una línea recta. Henchía cara de satisfacción este profesor. Un “maestro” que en abril había llegado a la página 35 del libro de Matemáticas y al de Ciencias Sociales no las sobrepasaría. Cursaba por aquel entonces tercero de EGB (Educación General Básica).
En nuestra vida de adultos los castigos “quedan” dictados a través de leyes: llámese justicia, impuestos, multas… Lo cual es síntoma de civilización (a distintas civilizaciones distintos síntomas). Es imposible vivir como quieras, utopía narrada por Frank Capra. La vigilancia puede resultar constante, no hay escapatoria a la fiscalización. La pena queda escrita. En nuestros “grados de libertad” se puede asumir el castigo como elemento placentero. El terreno erótico abre sus puertas. Y si no las comparto, sí las acepto en tanto juego consentido entre adultos. Más me atrae la lectura de “La venus de las pieles”, de Leopold von Sacher-Masoch, que la prosa del Marqués de Sade.
Qué literatura. ¿Recuerdas cuando en el colegio te mandaron leer “Don Quijote de la Mancha”? A más de uno y a más de diez le cayó como una losa la obra de Cervantes. Un “tocho” de lectura que ocupaba demasiadas horas de libertad. Libertad que hoy demandan los padres haciendo una “huelga de deberes”. El “deber”, imperativo, impositivo, de obligado cumplimiento, y en cuanto obligación tiene reminiscencia de castigo. El cual asume El Gran Wyoming cuando canta “he sido muy malo, pégame” y que han hecho suyo Nancho Novo y Los Castigados sin Postre. Literatura, música y pintura: “El jardín de las delicias”, de El Bosco. El infierno como última mortificación.
Una pregunta: ¿los castigos infantiles han repercutido en nuestra vida adulta? Si no los hemos olvidado…
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