Por José María Ruiz
Quizá la Navidad sea una postal. |
Ya no es lo mismo, quizá porque ahora no lo siento igual. He perdido la ilusión ante estas fechas. Las líneas aquí transcritas nacen cuando se está colocando el árbol de navidad en Filmoteca Española, y el cine Doré queda presidido por un abeto artificial de considerable tamaño. Horchata corre por mis venas. Ni una emoción. ¿Me encuentro indiferente?
Negativa es la respuesta, ya que el acto de la “plantá” del arbolito me ha llevado a escribir estas líneas. Podría decirse que me hallo ante una desmotivada emoción. No hay emoción alguna.
Estas fechas navideñas no me conmueven. Harto he quedado de la lotería, de los niños cantarines y de los mil noticieros mostrando a los agraciados. Mira que cuando era pequeñajo encendía el televisor y anotaba en un papel todos los números que se cantaban. Hoy no me explico aquella razón de actuar, o sí, lo encontraba divertido. Un tonto divertimiento, pero conllevaba ilusión. Luego pedía los décimos a mi madre y veía si alguno estaba premiado. Lo dicho: una tontería.
Una ilusión que se trasladaba a la cena de Nochebuena, donde toda la familia se reunía alrededor de la mesa presidida por los abuelos. Máxime cuando la tarde suponía todo un trajinar en la cocina. Hasta abrir una lata de espárragos resultaba excepcional, no digamos ya el funcionamiento del horno. ¡Cómo se iba aromatizando la casa del olorcillo que se escapaba del artefacto! Rellenar las bandejas con polvorones, mazapán y distintas clases de turrones suponía un momento de expansión. Un bullicio armónico. No faltaba el marisco, “que la tía Paca haga la mahonesa que a mí se me corta”.
Tal era la alegría que me puse a escribir un cuento sobre la ventura de la cena familiar. Perdidas están aquellas 15 páginas de inocente mirada, si bien ya los ojos observaban algunas tiranteces… “Ahora llegará tarde y se nos quedará la cena fría. Siempre hay que estar esperándole”. Algún exceso de bebida, palabras de más… Ya se sabe. El regocijo se imponía porque era el único momento del año en que toda la familia se reunía y muchas cosas se pasaban por alto. Llegó un momento en que ya no fue así.
Los canelones los tengo asociados al día de Navidad. ¡Bien rebañaba el sobrante de bechamel antes de introducirlo al horno! Un regocijo inusitado me producía ver cómo se preparaban, ya que era un hecho excepcional comer canelones. El día 25 era todo un sosiego frente al barullo de la noche anterior, y sobre la mesa nos disponíamos a jugar una partida de cartas.
Aquellos días era feliz. La niñez tiene esas cosas. La muerte de mi primo mayor y la de mis abuelos pusieron fin a las celebraciones. Se dispersó la familia. El nexo de unión se había roto. La congregación y hermandad dejaron paso al sentimiento de pérdida. Las emociones fueron desapareciendo, y aunque mi madre repartía espíritu navideño, ya la inocencia se había perdido.
El abeto de Filmoteca Española quedó adornado con bolas y luces intermitentes, a sus pies han dejado un saco y unas latas con rollos de celuloide que se escapan por el suelo. En estos días de paz todo lo veo muy artificial, más irreal que una película de ciencia-ficción. Nada hay que celebrar, al menos por mi parte, no obstante dejaré que los langostinos y el turrón irrumpan en mi paladar regados por una sidra fresquita. Siempre se ha dicho que las celebraciones se viven alrededor de una mesa. Lo uno no quita lo otro.
Hay quien vive de ilusión en estos días de paz. Perdonen el escepticismo, pero reclamo mi derecho a no vivir la Navidad. Ya no la siento. Veo que el ser humano tiende a convertirse en un abeto artificial adornado. Y si recuerdo la Navidad, la recuerdo sin Papá Noel; la recuerdo pensando que todo el mundo era bueno, y, por supuesto, sin olvidar la sonrisa de mi madre.
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