El destino es
el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos (William Shakespeare).
El otro día en la radio, dedicaron un espacio a las enfermedades raras. Tiene que ser tremendo padecer una afección, con lo que ello implica, y encima que sea un caso inusual o insólito. Eso cuando lo consiguen diagnosticar, porque como aclaraban los oyentes que llamaron, por ser ellos mismos o algún familiar los pacientes, a muchos les despachan con un dictamen equivocado por pura ignorancia. No hay tratamiento, protocolos, estadísticas, ni alternativas. Pasan a formar parte del limbo de los enfermos, a la espera de que alguien se interese por su mal y se consigan recursos para investigar y avanzar en ese marasmo de incógnitas que rodean a estas dolencias.
Se escucharon por las ondas testimonios muy duros que llevan a la conclusión de que el ser humano tiene una capacidad de aguante y resistencia, prácticamente ilimitada. El amor y el compromiso convierten a personas normales y corrientes en superhéroes dignos de cualquier cómic de Marvel. Enfermos, familiares y amigos crean su particular “liga de la justicia”, dispuestos a enfrentarse a cualquier obstáculo que se presente.
Entre todas las declaraciones, hubo una que me impresionó especialmente. Sin victimismo y con total naturalidad, la madre de una niña enferma de seis años desgranaba su complicado día a día y las diferentes etapas por las que habían pasado desde el fatídico diagnóstico. El locutor, conmovido, le preguntó cómo se podía afrontar con tanta serenidad una situación tan difícil. Ella le respondió, que al principio fue un mazazo. Estaba paralizada y no aceptaba la realidad. Le costó reaccionar y se preguntaba constantemente: ¿por qué a mi?, ¿qué hemos hecho para merecer esto?, ¿qué ha fallado? Tras recapacitar, se replanteó la cuestión: ¿Y por qué no me tenía que ocurrir?, ¿acaso soy especial o inmune a las desgracias? Ahí estaba la clave. A partir de ese momento, concentró su energía y determinación en mejorar la vida de su pequeña.
Es cierto que cuando nos suceden cosas buenas, salvo masoquistas e inseguros recalcitrantes, las aceptamos como lo más normal del mundo. Se buscan variopintas justificaciones: me lo he ganado, lo valgo, soy buena persona, la fortuna me sonríe… Sin embargo, cuando vienen mal dadas y la fatalidad llama a nuestra puerta, inmediatamente inquirimos, no se sabe muy bien a qué o a quién, sobre su llegada a nuestra vida. Siempre se piensa que a nosotros no nos va a pasar nada malo, eso les llega a los demás. Son otros los que sufren y penan. Los compadecemos, se siente empatía hacia su situación e incluso se les ayuda…, pero creemos, ingenuo que es el ser humano, que sea cual sea el infortunio que les aflige, nunca nos va a afectar. Dicho así, suena absurdo y poco inteligente, basta con echar un vistazo a la historia y a nuestro alrededor para comprobarlo. Por eso, cuando en el bombo, la bolita negra lleva nuestro nombre, la sorpresa y el desconcierto primero, y la rabia y el enfado después, nos invaden. Se busca una explicación racional y lógica, pero a veces no la hay, las desdichas suceden sin más. ¿Nos lo merecemos? Seguramente, no; como tampoco todos los seres inocentes y buenos que, a diario, sufren calamidades y desventuras.
Mañana se acaba el año y como vosotros, expectante, comeré las uvas y brindaré por el 2017. Deseo que sea propicio y favorable. Espero saber disfrutar y agradecer lo bueno que venga, y si en el reparto de cartas me toca alguna mano mala, ser capaz de gestionarlo y seguir adelante como hacen miles de personas anónimas sin preguntarse: ¿por qué a mí?
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