Por Juana Celestino
René Magritte (1931) |
Los cuentos de Alice Munro se encuentran entre mis lecturas favoritas. La descubrí en 2013 cuando se le concedió el Premio Nobel de Literatura, aunque ya era reconocida, publicada y difundida hace tiempo. Lo que más me gusta de este galardón no es tanto que se conceda a uno de mis autores favoritos (que también), como que me sorprenda con el nombre de algún desconocido que llegue a encandilarme como ocurrió con Munro. Las lunas de Júpiter fue el primer libro que cayó en mis manos, a partir de ahí me fui sumergiendo en el resto de sus obras, que a veces releo, porque su mundo donde aparentemente no ocurre nada, está lleno de claves que en una segunda lectura advierto no haber sabido descifrar en la primera. Al margen de la calidad de sus relatos, y del talento para volcar en un puñado de páginas una vida entera, me gustan los temas que trata. En sus historias de gente corriente con una existencia sin grandes aspavientos, vemos las sorprendentes vueltas que da la vida, el papel que juega el azar, las experiencias que nos desconciertan, como la aparición del dolor o de repentinas alegrías, secretos que de pronto se desvelan, los giros imprevistos o decisiones. Hechos fortuitos, que pueden durar tan solo un instante, pero muestran lo enigmático de la vida: su rareza.
Estas narraciones presentan la vida en su constante fluir y nos llevan a indagar en nosotros mismos, en nuestros recuerdos, pero también a mirar hacia afuera, a los otros, revisando lo conocido con nuevos ojos. Es lo inesperado, eso que nos aguarda para mostrarse en cualquier momento. Puede tratarse de un hecho concreto, como una noticia, un acontecimiento o el encuentro casual con una persona del pasado; también un recuerdo, algo olvidado que nos asalta y de pronto da sentido a un hecho actual. Todo ello nos empuja a movilizarnos, a reinterpretar una actitud, un modo de vernos, y nos impulsa a un cambio, que no tiene por qué llevarnos al final feliz que imaginamos. Nadie está a salvo de vivir en el error ni hay que desazonarse por ello, qué le vamos a hacer si en su momento no tuvimos la suficiente lucidez para ser o actuar de otro modo, pero descubrir el error nos obligará a actuar, de lo contrario, estaremos viviendo en el engaño deliberadamente lo que nos irá minando por dentro.
Interpretar la vida es una exigencia. Ya sea mediante la palabra escrita o verbalizándolo, la necesidad de expresarnos puede convertirse en una caja de sorpresas de donde surja lo repentino obligándonos a la reflexión. Algunos parecen no sentir esa necesidad y siguen su camino batallando con lo que les toca sin plantearse demasiadas preguntas, aunque puede que solo sea en apariencia, o quizá sean los más sabios y no solo acepten lo que la vida les vaya presentando, por poco atractivo que sea, sino que incluso a partir de ello se fabriquen una historia donde se sientan bien consigo mismos e incluso lleguen a ser felices.
La oportunidad que brinda lo inesperado para relacionarnos con nosotros mismos, y con los demás, es como un toque de atención que la vida da en nuestro hombro para que nos volvamos a mirar, a mirarnos. A partir de ahí, de nosotros dependerá cómo interpretemos esa información y qué podemos hacer con ella. Porque una cosa es saber que debemos cambiar un rumbo y otra, ser capaces de dar el viraje, y no solo por miedo, por intereses reconocidos o escudándonos en una responsabilidad, también puede ocurrir que no sepamos o no entendamos qué nos impide actuar. Quizá en algún otro momento, de forma inesperada, consigamos despejar la incógnita.
Estas narraciones presentan la vida en su constante fluir y nos llevan a indagar en nosotros mismos, en nuestros recuerdos, pero también a mirar hacia afuera, a los otros, revisando lo conocido con nuevos ojos. Es lo inesperado, eso que nos aguarda para mostrarse en cualquier momento. Puede tratarse de un hecho concreto, como una noticia, un acontecimiento o el encuentro casual con una persona del pasado; también un recuerdo, algo olvidado que nos asalta y de pronto da sentido a un hecho actual. Todo ello nos empuja a movilizarnos, a reinterpretar una actitud, un modo de vernos, y nos impulsa a un cambio, que no tiene por qué llevarnos al final feliz que imaginamos. Nadie está a salvo de vivir en el error ni hay que desazonarse por ello, qué le vamos a hacer si en su momento no tuvimos la suficiente lucidez para ser o actuar de otro modo, pero descubrir el error nos obligará a actuar, de lo contrario, estaremos viviendo en el engaño deliberadamente lo que nos irá minando por dentro.
Interpretar la vida es una exigencia. Ya sea mediante la palabra escrita o verbalizándolo, la necesidad de expresarnos puede convertirse en una caja de sorpresas de donde surja lo repentino obligándonos a la reflexión. Algunos parecen no sentir esa necesidad y siguen su camino batallando con lo que les toca sin plantearse demasiadas preguntas, aunque puede que solo sea en apariencia, o quizá sean los más sabios y no solo acepten lo que la vida les vaya presentando, por poco atractivo que sea, sino que incluso a partir de ello se fabriquen una historia donde se sientan bien consigo mismos e incluso lleguen a ser felices.
La oportunidad que brinda lo inesperado para relacionarnos con nosotros mismos, y con los demás, es como un toque de atención que la vida da en nuestro hombro para que nos volvamos a mirar, a mirarnos. A partir de ahí, de nosotros dependerá cómo interpretemos esa información y qué podemos hacer con ella. Porque una cosa es saber que debemos cambiar un rumbo y otra, ser capaces de dar el viraje, y no solo por miedo, por intereses reconocidos o escudándonos en una responsabilidad, también puede ocurrir que no sepamos o no entendamos qué nos impide actuar. Quizá en algún otro momento, de forma inesperada, consigamos despejar la incógnita.
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