Por Marisa Díez
Imagen de Jack Malvern
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Que la nostalgia vende es un hecho irrefutable e infinidad de veces confirmado. Sólo es necesario comprobar la cantidad de blogs o páginas webs que circulan por la red, dedicadas a recordar acontecimientos de un pasado más o menos lejano, y aderezadas convenientemente con anécdotas o fotos sin fin recopiladas por sus seguidores. Yo misma estoy dada de alta en un par de ellas y me sobresalto con imágenes que irrumpen de repente en mi Facebook como si acabaran de abandonar mi personal e intransferible archivo de recuerdos.
Esta mañana me he topado con una de esas noticias que te trasladan a aquellos años remotos y te dejan con un cierto regusto amargo para el resto del día. Porque bucear en etapas anteriores de nuestra vida no siempre es un ejercicio saludable. Depende de si esas evocaciones son capaces de provocarnos una sonrisa amable o, por el contrario, nos trasportan a épocas que hubiéramos preferido olvidar. Afortunadamente, no es este último mi caso particular. Si alguna etapa anterior de mi existencia me ha producido algún tipo de sufrimiento, la verdad es que he conseguido olvidarla o situarla en su lugar correspondiente sin mayor esfuerzo. Sé que soy una persona privilegiada en ese aspecto, porque no recuerdo grandes traumas en mi vida; si acaso algún elemento desequilibrante muy puntual y poco más.
Por eso suelo abandonarme sin temor alguno a la tarea de recuperar épocas pasadas. En otras palabras, a eso que llaman “nostalgia”. De un tiempo a esta parte se han puesto de moda en Madrid los conciertos denominados “tributos” a cualquier grupo musical o solista que en su día consiguiera cierta notoriedad, cuando no auténticos pelotazos discográficos. Lo mismo te puedes dar una vuelta por las canciones del Último de la Fila, que de Héroes del Silencio, pasando por Leño, Barón Rojo o incluso Mecano. Y aunque algunos no resisten, ni de lejos, la comparación con el original, cualquier estilo sirve para ahondar en esa especie de añoranza que nos envuelve cuando se trata de evocar nuestra juventud. Y no digamos del éxito de ciertas publicaciones escritas, en formato libro o similar, tipo Yo fui a EGB, que ya alcanza la cuarta edición, si no se me ha perdido alguna por el camino. Son capaces de recopilar tal cantidad de imágenes con las que conviviste en tu infancia, que te preguntas si realmente no te has trasladado, misteriosamente, treinta años atrás en tu vida, en una especie de regreso al pasado a donde nadie, en realidad, se ha molestado en preguntarte si estabas de acuerdo en volver.
Todo esto venía a cuento de la noticia que esta mañana he leído en la prensa. Una de las cafeterías emblemáticas de mi barrio echaba el cierre definitivo, dejando en la calle, por supuesto, a todos sus trabajadores. Me ha venido a la memoria, como un flash, el sabor de los innumerables perritos calientes que comí durante años en aquel lugar. Ya sé que no es ninguna novedad que establecimientos históricos de nuestra ciudad vayan cerrando sus puertas uno tras otro, sin que ninguna autoridad competente sea capaz de evitar que se conviertan en bazares chinos, en el mejor de los casos, cuando no en víctimas de auténticas especulaciones inmobiliarias que los transformarán en torres de pisos o apartamentos de lujo, inalcanzables al bolsillo de cualquiera de los que acudíamos en su día a saborear las especialidades que los convirtieron en legendarios.
Y sí, también sé que una simple cafetería no es tan importante en el recorrido vital de una persona. Pero entonces he empezado a visualizar, uno tras otro, los comercios que poblaban mi viejo barrio y de los que ya no queda ni un ladrillo en pie. Desde la casa de la señora María, la de las chuches, a la lechería o la tienda de ultramarinos con su inconfundible olor a gatos. Nada de eso existe desde hace años y sin embargo yo sigo en mi empeño de no olvidarlo. Lo aceptemos o no, estamos hechos de retazos de nuestro particular pasado. Saber utilizar la experiencia adquirida impedirá que nos convirtamos en sombras de nosotros mismos.
Yo siempre me acuerdo de la tienda de Mary, la de las chucherías, y del ultramarinos de Enrique, cuando voy a mi casa (por supuesto, ambos cerrados desde hace tiempo y sustituidos por establecimientos poco acogedores)
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