Por Juana Celestino
“Todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”, escribe Tolstói al comienzo de su Anna Karenina. La frase es magnífica, tiene mucha fuerza, pero a mí no me dice nada. Creo que todas las familias “son” a su manera, entre otras cosas porque gran parte de lo que somos, de lo que padecemos o nos hace felices, proviene de una infancia que, con sus luces y sus sombras, nos ha conformado de diferente manera a cada miembro de ese clan que tiene su propia dinámica, sea feliz o no.
Es un tanto ilusorio que los padres pretendan que sus hijos, por el hecho de haber nacido y crecido en la misma familia y haber gozado de idénticas oportunidades, sean iguales y cumplan sus expectativas. Tampoco, por mucho que digan, son todos los hijos iguales para ellos, y si aquellos lo perciben, tratarán de competir por la atención y el amor de sus progenitores, que a veces agravarán la situación estableciendo comparaciones entre los hijos, obligando a los demás a ser diferentes del preferido. La oveja negra empieza a perfilarse.
Cada uno ocupa un rol distinto en el sistema familiar y las relaciones difieren entre los miembros del grupo; no es lo mismo ser el primer hijo que el segundo, entre otras cosas porque las circunstancias de una familia no son estáticas y en cualquier momento pueden variar. Incluso los estudiosos en el tema afirman que el orden de nacimiento afecta tanto al desarrollo del carácter de un niño como a la manera en que sus familiares se relacionan con él. Cada lugar tiene sus ventajas e inconvenientes: los mayores, aunque hayan recibido en principio más atenciones, son los que cargan con más responsabilidades, mientras que los medianos y pequeños, con menos presión, tienden a ser más independientes y críticos. En general, los hijos mayores suelen quejarse de serlo, y puede que con razón; algo debe tener la primogenitura para que Esaú la despreciara por un plato de lentejas.
Ignoro qué lugar ocupa el etiquetado como “oveja negra” (dudo que el primero), pero sea cual sea su posición en el orden de nacimiento, no cabe duda de que será el miembro más destacado del clan, aunque esa diferencia no suponga precisamente la respetabilidad por parte del grupo. Conozco a tres personas de estas características en familias cercanas a mi entorno, y en honor a ellas debo decir que son personas honestas y con un gran sentido de la justicia que les impide callarse y seguir incurriendo en las incoherencias de una familia intolerante. Los tres coinciden en ser considerados como los responsables de la infelicidad familiar, aunque en realidad lo único que han hecho es poner de relieve con su insolencia, sinceridad y rebeldía las carencias y la atmósfera dañina existentes en la familia que les ha tocado en suerte. Enfrentarse a ese orden y alterar la supuesta armonía al cuestionar su estructura, han sido sus delitos y la causa de una marginación injusta; en el caso de uno de ellos agravada por el hecho de que los padres hayan buscado aliados en los hermanos. Y cuando a uno lo etiquetan como la oveja negra de la familia, si no reacciona, corre el riesgo de hundirse en el victimismo y rumiar su debilidad dentro del rebaño familiar, exponiéndose a la crítica y al desprecio de los otros hasta alcanzar el grado de chivo expiatorio.
Todo esto es extensible a cualquier grupo, ya sea el de amigos, entorno laboral o social. De algún modo se nos transmite una norma implícita: la pertenencia al grupo supone emitir los mismos juicios o tener valores parecidos. Si no se establece esa coincidencia porque alguno da la nota, la cohesión se ve amenazada por esta conducta que se sale de los límites de lo esperable. Pero frente a quienes prefieren que nada se altere y “tener la fiesta en paz”, la oveja negra incluso puede llegar a sentirse orgullosa de ser etiquetada como tal.
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