Animales de costumbres

Por José María Ruiz


Ahí se encuentra la cama. Recién hecha, por fin (sí, uno es vago para ciertas tareas, y hasta que santa Bárbara…), toda estirada, sin arrugas, bien remetida la sábana y la manta, y cubiertas por el edredón. Parece mentira lo suave que está cuando te acuestas.

Atrás quedaron días de trepidante actividad. Un trajinar febril y escasas horas de sueño me habían dejado el cuerpo hecho polvo. Solo anhelaba dormir diez horas seguidas. ¡Qué gran dicha sería!

Tumbado boca arriba experimenté el dulce placer del sosiego, y aunque llamé al sueño, este no apareció. “Normal —me dije—. Nunca duermes en esta postura”. Un cuarto de vuelta hacia la izquierda y tras un par de minutos, giro a la derecha y adopto posición fetal. Ahora, sí. Ya llega.

El cuerpo se aferra a ciertos hábitos. Hecho que me ratificó un amigo cuando al día siguiente nos encontramos en el cine Doré y, ubicados en la butaca habitual comentó: “Ya estamos en nuestros sitios, al fin y al cabo somos animales de costumbres”. Probablemente sea cierto.

En ese instante recordé unas palabras de Joan Manuel Serrat: “Cuando yo era pequeño escuchaba cantar a mi madre mientras hacía las camas, porque en aquellos tiempos la gente cantaba. La gente cantaba tendiendo la ropa, la gente cantaba en el taller, la gente cantaba en el andamio y decía cosas a las muchachas que pasaban por la calle… Era maravillosa la costumbre de cantar. Maravillosa costumbre lamentablemente en desuso. Hoy eso de cantar se está quedando reducido a los cantantes. Mal asunto”.

Repasar los actos de una jornada cualquiera te enfrenta a una continua repetición: el mismo desayuno, el lugar de la mesa, el lado del sofá, el horario establecido, la compra en las tiendas habituales… Estamos adaptados, vivimos en una rutina, aunque para nada nos sintamos domesticados. Total, las buenas y malas costumbres son pan nuestro de cada día. ¡Ay cuando dicen: “pues te tienes que acostumbrar”!

Las vacaciones nos permiten salir de la monotonía. Al menos eso dicen, cuando en realidad no dejan de tener sus propias costumbres, que en Semana Santa se denominan tradiciones, añádanse sus consiguientes rituales. Puede decirse, en cierto sentido, que la costumbre te aplasta o esclaviza.

Por ello, quizá, dejar a un lado la costumbre suponga un ejercicio de libertad. ¿Recuerdas cuando hiciste pellas en el colegio? Ahí el tiempo era tuyo y se vivía a mil, gozando lo prohibido, disfrutando la aventura.

Hay momentos en que no aguantas la velocidad de este tren de vida. ¿Te imaginas que mañana haces pellas? ¿Cómo vivirías tu propia autonomía? Si por mí fuera me pediría diez horas de sueño, ya ni me acuerdo cuándo dormí diez horas seguidas; y ya con el cuerpo bien relajado y bien despierto podría cantar completa la zarzuela Luisa Fernanda, tanto romanzas como duetos, y también los coros: “subir, subir y luego caer. La fortuna alcanzar y volverla a perder…”; leería una novela protagonizada por el comisario Maigret mientras escucho la trompeta de Wynton Marsalis, tumbado en la hamaca junto a un refrescante cubalibre; asistiría a un maratón de cine, nueve peliculitas seguidas, entre ellas una de los hermanos Marx; me comería un plato de espaguetis a las tres de la madrugada, y también…

Día tras día se acumulan las costumbres sobre este animal humano que soy, y quizá no me acostumbro. ¿Alguna vez te has propuesto dar la campanada? Todavía no, pero…


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