Raíces


Por Juana Celestino



Vista de La Siberia desde el castillo de Puebla de Alcocer (Badajoz).  Foto de Arturo Finch.

Durante mi juventud pasé algo más de un año viviendo en Grecia. Recién terminados los estudios, y sin una idea clara de qué quería hacer con mi vida, volé al país que tanto deseaba conocer por ser la cuna de la civilización occidental. Con poco dinero en el bolsillo, trabajé durante los primeros meses en la recolección de naranjas, abundantes en el Peloponeso donde recalé, en compañía de jóvenes extranjeros deseosos de conocer mundo como yo; más adelante, ya con algunos conocimientos rudimentarios de griego moderno, me dediqué a dar clases particulares de español a estudiantes amantes de la cultura española. Fue mi primer viaje en solitario, lo que me facilitó ser porosa a unas experiencias vitales que conformaron algunos aspectos de mi manera de ser. Nunca me sentí extranjera allí. Si bien fueron Aristóteles, Homero, Pitágoras, Aristófanes o Pericles, la antigua Atenas, Delfos o Micenas los que me reclamaron en un principio, durante mi estancia serían ciudades como Argos, Nafplio o Kalamata, y personas como Marina, Takis, Evangelos, Adonia, Tassos y muchos más, los que hicieron que Grecia llegara a ser un país entrañable. Aunque hace años que no lo visito, para mí es como esos amigos que por muy de tarde en tarde que los veamos, al llevarlos dentro, el reencuentro se da con la misma naturalidad que si nos hubiéramos visto el día anterior; así creo que será mi sentir el día que pise de nuevo suelo griego. Algo parecido me ocurre con la vecina Portugal, si no por haber entablado allí estrechas relaciones de afecto con portugueses, sí por la frecuencia con la que la que la visito, por su belleza y las acogedoras gentes que hacen que me sienta como en casa.

Nací en Puebla de Alcocer, una localidad de Badajoz perteneciente a la comarca de La Siberia, y soy oriunda de la provincia de Cáceres por parte de padre y madre tantas generaciones atrás que se pierden en la memoria de mis antepasados. Quiero a Extremadura, es mi lugar de referencia, el de mi grupo de origen y me siento unida a ella, pero desde hace años vivo en Madrid, una ciudad abierta que es de todos y de ninguno, donde me siento tan madrileña como el más castizo."Uno es de donde hace el bachillerato", decía Max Aub, refiriéndose al lugar donde tomamos conciencia del mundo, de nuestros sentidos, del amor… Pues resuelto: soy madrileña.

A veces, el sentido de pertenencia que nos dan las raíces puede llegar a aprisionarnos física y, sobre todo, mentalmente. Cuando sacralizamos nuestros orígenes como los mejores e inigualables, aferrándonos a nacionalismos o a absurdos orgullos de raza, nos volvemos peligrosos al mirar lo diferente, por miedo, con abierto desprecio, rencor u odio. Son sentimientos basados en una sinrazón que han producido fricciones sociales, guerras y crímenes contra la humanidad de los que todos tenemos memoria.

Por suerte, los seres humanos disfrutamos del privilegio del movimiento. No somos como los árboles que mueren donde nacen, podemos plantarnos en cualquier lugar donde de nuevo nos subirá la savia, echaremos unas cuantas flores y daremos frutos. El ansia de libertad es una de las razones que puede empujarnos al nomadismo. Cuando uno no se siente identificado ni con la clase social a la que pertenece ni con el lugar donde ha nacido, se impone la necesidad de buscar un mundo más amplio donde poder expresarse y adquirir un enriquecimiento personal que el encorsetado ambiente del que procede no permite. Pero el desarraigo puede llegar a ser muy doloroso en quien se siente empujado por circunstancias no deseadas, ya sea por instinto de vida, como los emigrantes, que tienen que decir adiós a seres y lugares queridos, o como los exiliados políticos, que siempre se debatirán entre el desdén y la nostalgia de su país.

También es cierto que el grado de desarraigo, más que de la lejanía del lugar de procedencia y lo que dejamos atrás, dependerá de cómo nos vaya y lo que hayamos encontrado en el recorrido, en nuestro destino. Podemos incluso llegar a abrazar un país o un lugar ajeno a nuestros orígenes, hasta llevarlo en nuestra propia sangre. Como aquel amigo manchego que tenía mi padre, que sentía tal apego y pasión por la ciudad de Cádiz que afirmaba ser de allí, y si a alguien se le ocurría recordarle que había nacido en Cuenca, replicaba que los gaditanos nacen donde les da la gana. Y es que, en definitiva, lo que verdaderamente importa son los lugares donde uno se siente a gusto.

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