Galileo y Viviani de Tito Lessi |
Por Esperanza Goiri
Esta conocida frase que se atribuye a Galileo, pese a que nunca la pronunció, refleja una verdad incuestionable: el mundo gira. ¡Pues vaya descubrimiento!, pensaréis. El astrónomo italiano, tras estudiar las teorías de Copérnico y realizar complejos experimentos y cálculos, llegó a la conclusión de que nuestro planeta rotaba alrededor del Sol y no era el centro del universo como se creía. Pagó cara su osadía: denuncias, procesos ante el Santo Oficio, calumnias y arresto domiciliario fueron, entre otras, las consecuencias que sufrió por su rompedora teoría heliocéntrica.
Desde entonces aceptamos como un hecho indiscutible que la Tierra orbita en torno al astro rey. Además, pivota sobre su propio eje en movimiento continuo. No para, como el popular conejito rosa de una conocida marca de pilas.
Al margen de cuestiones científicas, que siempre me producen pasmo, estupor e infinita admiración, porque me veo incapaz de comprender ese y otros fenómenos similares, todos hemos percibido alguna vez esa sensación de que, pase lo que pase en nuestra vida particular, efectivamente el mundo sigue girando insensible e indiferente a nuestros avatares personales.
La primera vez que fui consciente de esta circunstancia tendría unos siete u ocho años. Una inesperada varicela me convirtió en un grano andante y me impidió asistir a la fiesta de cumpleaños de una compañera del colegio. En mi ingenuidad, pensé que cuando se enterasen de mi dolencia, el festejo se cancelaría a la espera de mi recuperación. Con buen criterio, la madre de la homenajeada, tras sentirlo mucho y desearme un pronto restablecimiento, mantuvo la celebración para el resto de invitados.
Mientras me rascaba ferozmente por todo el cuerpo, a escondidas de los adultos, por aquello de evitar las marcas, me sentía dejada de la mano de Dios. Me resultaba incomprensible que mis amigas pudiesen disfrutar del convite, pasarlo bomba, comer tarta y hartarse de chuches mientras yo penaba en casa. De nada valieron los razonables argumentos de mi madre, el tebeo extra que me prometió para el domingo ni la futura entrega del regalito que darían a los asistentes a la fiesta, que aseguraron me guardarían. Todo fue inútil. Recuerdo la frustración y tristeza que me embargaban.
A lo largo de la vida muchas situaciones te dejan claro que por mucho que te consideres el ombligo del universo, no lo eres. Lógicamente, a medida que vas madurando aprendes a gestionar y aceptar esa realidad. No obstante, impacta constatar nuestra propia fragilidad e insignificancia. Nadie es imprescindible, la vida continúa y sigue su curso con o sin nosotros. Resulta duro admitirlo, pero al mismo tiempo es reconfortante. Da cierta tranquilidad saber que aunque nosotros faltemos, temporal o definitivamente, la existencia no se detendrá. Nos sentimos irremplazables y de vital importancia, nos angustiamos pensando que sin nuestra presencia tal o cual proyecto no saldrá adelante, o que nuestros seres queridos serán incapaces de proseguir su camino, y no es así. Las circunstancias cambian y todo se organiza para finalmente encajar y reanudar su imparable marcha.
El mundo gira y gira. No queda más remedio que adaptarse a su constante movimiento, seguir el ritmo lo mejor posible y, cuando la música deje de sonar para nosotros, abandonar la pista de baile con la máxima elegancia que las circunstancias nos permitan.
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