Por Marisa Díez
Tengo un grupo de amigos de lo más variopinto. Estamos juntos desde hace mil años, o así me lo parece. Desde que tengo uso de razón me he movido entre ellos. Somos nada menos que 18 personas, cada una con sus peculiaridades y rarezas, pero siempre nos hemos llevado moderadamente bien. Y sin embargo, de un tiempo a esta parte, Jorge está dando la lata con que nos quiere abandonar. Ya no se siente identificado con nosotros, no le aportamos nada y no quiere ser parte integrante de este grupo tan singular. Se larga, sin rencores, pero se va. Que lo siente mucho y patatín y patatán, pero ya está decidido y no hay marcha atrás.
Quiere volar libre y sentirse independiente, sin ataduras de amistades que obstaculizan y coartan su libertad y, en ocasiones, a su entender, le suponen un verdadero lastre que no está dispuesto a asumir ni a seguir cargando en su mochila. Piensa que lejos de nosotros se sentirá infinitamente más realizado, que la vida le irá mucho mejor sin discusiones absurdas y sin la obligación de pagar el peaje que le acarrea mantener una amistad de tantos años. El resto del grupo le observamos consternados, sin llegar a entenderlo del todo. Algunos se soliviantan más que otros; hay opiniones para todos los gustos, pero en general, nos parece una absurda cuestión de orgullo mal entendida. A dónde vas a ir tú solo, alma cándida, si llevas toda la vida con nosotros. No podrás sobrevivir, nos echarás de menos. Y cuando quieras regresar será tarde, le dicen otros, porque si te vas, te vas, para no volver, farfullan los más extremistas. Luego no vengas con arrepentimientos, que no vamos a abrir la puerta. Te quedas fuera y punto. Para siempre.
Por eso Jorge amaga, amaga, pero no termina de cruzar el umbral. Cada vez que se enfada y nos amenaza, termina por darse la vuelta y retroceder. Y nosotros le aceptamos sin reservas, aunque cada vez somos más los que alzamos la voz y le exigimos que se aclare, que no puede estar dando tanta guerra, que no es el ombligo del mundo y que tenemos otros asuntos infinitamente más importantes de los que ocuparnos. Jorge nos tiene ya más que aburridos, hastiados de la película que se tiene montada, en la que sólo ve ventajas y apenas ningún inconveniente. Es difícil que lleguemos a entenderle, acostumbrados como estamos a mantener inquebrantable nuestra amistad, a pesar de los inevitables roces que surgen por la convivencia de tantos años.
Cada septiembre, a Jorge le entra la misma paranoia. Este año llevaba más tiempo insistiendo en cumplir esa especie de reto y hace unos días le dio por hacer una demostración de fuerza, un poco impostada, la verdad, y muy exagerada. Abrió la puerta de la calle de par en par y gritó que no había vuelta atrás y que en unos días se iría sin remedio.
A nosotros ya nos tiene más que hartos; casi queremos ya que se marche para siempre. Es un plasta con tanta amenaza. Nos gustaría verle sobrevivir sin nosotros, a los que acude con la cabeza gacha cada vez que se siente solo y necesita ayuda. Es un egoísta, le espetamos, y con su actitud sólo demuestra un egocentrismo absoluto y extremadamente ingrato.
Y sin embargo yo no creo que al final decida marcharse. El día que le pongan sobre la mesa todos los inconvenientes que le va a suponer dejar de pertenecer a un grupo tan heterogéneo y disperso como el nuestro, recogerá velas de nuevo y callará durante un tiempo, hasta que le vuelva a entrar la neura. Y vuelta a empezar.
A Jorge le gusta que le llamen Jordi, a pesar de que el nombre en castellano es, a mi entender, mucho más bonito. Pero le respetamos, le llamamos así y punto, porque es su nombre y es su idioma. Jorge, digo Jordi, es muy orgulloso pero no es mala gente. Yo creo que en realidad lo que de verdad le pasa es que está muy mal aconsejado y se ha creído a pies juntillas ese mundo idílico que le han asegurado que va a encontrar detrás de la puerta. Es que Jorge, es decir Jordi, en el fondo es un soñador y los sueños, pues eso, sueños son. Tampoco hace daño a nadie.
Al final este Jorge siempre nos hace lo mismo, amaga, nos amenaza, pero no acaba de rematar la faena. El otro día le cogí en un aparte y se lo canté, en plan bolero, porque ya se sabe que la música siempre ha hecho extraños compañeros de viaje: “Ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio: contigo porque me matas; sin ti, porque yo me muero”. Y no le quedó más remedio que darme la razón.
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