Coffee talks, imagen de Joshua Ness |
Por Esperanza Goiri
Hace unos días iba en autobús, camino de casa, cuando se sentó detrás de mí una pareja madura. El calor del sol otoñal que entraba por la ventanilla y el rítmico movimiento del vehículo, invitaban a echarse una “cabezadita”. Me deje llevar, ajena a miradas indiscretas, protegida por las gafas de sol. En estado semiinconsciente, les oía hablar, como ruido de fondo, sin prestar atención, captando alguna palabra suelta.
Permanecieron un rato callados, cuando de repente, con tono neutro, la mujer dijo: “Tenemos que hablar”. Esas tres palabras me espabilaron rápidamente. Confieso que me puse en modo de escucha activa. El hombre, con voz sorprendida, le preguntó si pasaba algo malo. Ella contestó con evasivas, para finalmente rogarle que esperase a llegar a su domicilio. Por supuesto, él, de tanto en tanto, insistía de nuevo, pero solo obtuvo respuestas negativas. Tras varios intentos infructuosos, no volvieron a cruzar palabra. Se bajaron antes que yo. Les observé, a través del cristal, alejarse por la acera hacia su destino. El hombre, inquieto, miraba a su pareja, quien con la vista al frente caminaba con decisión.
Sí, sé lo que estáis pensando porque fue exactamente la misma conclusión a la que llegué yo: mal asunto. Parece mentira que tres vocablos aparentemente inocuos puedan ir cargados de tanta artillería. A priori, hablar es bueno. Lo asociamos a comunicar, participar, transmitir…, una manera eficaz y agradable de relacionarnos, de empatizar y entender al prójimo. En fin, lo valoramos de forma positiva. Sin embargo, cuando alguien te suelta la frasecita de marras, un escalofrío te recorre la espina dorsal porque sabes que suele preceder a una mala noticia. ¿Cuántas rupturas sentimentales, problemas de salud, despidos laborales, delitos, traiciones, descalabros económicos, meteduras de pata, pecados veniales y de los “gordos” han seguido a ese “tenemos que hablar”? Calculad por vuestra propia experiencia.
Un matiz importante a tener en cuenta es que deben ser exclusivamente esas tres palabras, ni una más ni una menos. Si te dicen: “Tenemos que hablar de la gotera del baño, del suspenso de tu hijo, de la pesada de tu madre…”, aunque el mensaje sea negativo, no es lo mismo. En estos casos se expone, de primeras y con claridad, sobre qué va a versar la conversación; tras la pataleta y el desahogo por el marrón de turno, se tratará de buscar una solución, un arreglo. Las luces de alarma no se encienden. Son los contratiempos normales de la vida.
Como testigo accidental y objetivo de la escena del bus, y a pesar de no tener información, es inevitable plantearse por qué ella lo soltó en ese preciso instante, si no tenía intención de sincerarse hasta llegar a casa. Le inquietó con antelación, le tuvo en vilo dándole vueltas a mil posibilidades que no tendrían nada que ver con la realidad. Probablemente, casi con seguridad, la mujer no actuó con alevosía ni premeditación. Trató de ganar tiempo, de prepararle, de coger fuerzas para no echarse atrás. ¿Quién puede cuestionarla? Todos sabemos que hay ciertas noticias que siempre están destinadas a no ser bien recibidas.
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