Por Marisa Díez
Guardadas y semiescondidas en un armario en casa de mi madre, atesoro un buen puñado de cartas que empecé a recibir siendo todavía una niña. Durante bastantes años fui la destinataria de muchas misivas y tarjetas postales de las que se enviaban en la época. Las últimas que llegaron a mis manos datan ya de mi etapa universitaria, alcanzando incluso algún año de la década de los noventa. Pero a partir de ahí, la nada. No podría especificar la fecha exacta en que puse fin a esa fase epistolar, pero es casi seguro que resultó ser consecuencia de la implantación de las nuevas tecnologías. En el remite de mi correspondencia encuentro amigos que todavía hoy permanecen a mi lado, junto a otros que, inevitablemente, se quedaron por el camino. A pesar del tiempo transcurrido, jamás he sido capaz de deshacerme de ninguna. Han logrado sobrevivir, apenas intactas, a sucesivas y demoledoras limpiezas generales y a mi abandono del hogar materno.
Tendría alrededor de ocho o nueve años cuando me estrené en el arte de enviar por correo, en papel escrito a mano, mis andanzas y reflexiones, como respuesta a la primera carta dirigida a mi nombre que encontré en el buzón; estaba remitida por mis compañeros de juegos, los que crecimos juntos en un bloque de viviendas del barrio de Tetuán, en Madrid. La llegada del cartero era celebrada con alborozo cuando, si las fechas eran propicias, había posibilidades de que introdujera en el casillero la ansiada misiva. En qué momento pasé de recoger aquellas cartas, a los actuales folletos publicitarios y facturas varias, es algo que se me escapa y me produce auténtica desazón. Muchas mañanas coincido con el cartero en mi portal y fantaseo con la idea de que su carrito contenga alguno de esos envíos que un mal día dejé de recibir sin saber bien la razón. Imagino que me llega, por sorpresa, aquella parte de la historia que desconozco y de la que nunca me contaron el final. Y me descubro parapetada tras mis folios en blanco y mi bolígrafo Bic negro, dispuesta a redactar, sin tregua, un montón de palabras que se me quedaron en el tintero.
Meses atrás, una amiga con la que intercambié durante años cartas de una extensión agotadora, me suplicó que recopilara toda su correspondencia, porque sentía la necesidad de releer lo escrito en aquella etapa de su vida. Le dejé claro que no estaba dispuesta a renunciar a una parte esencial de mi particular tesoro y que, haciendo un esfuerzo, se las prestaría durante el tiempo que durara su, digámoslo así, examen interior, pero que más pronto que tarde deberían volver a su lugar, es decir, al armario de la casa de mi madre. Mi amiga se encuentra en plena fase de transición hacia no se sabe bien dónde. En su camino ha aparecido de nuevo una persona que fue vital en su adolescencia. Cuando la mencionó, recordé claramente su nombre y el papel que desempeñó en su vida por aquel entonces, tal es la fuerza con la que se fijaron en mí las historias que nos relatamos durante años.
Mis cartas juveniles estaban repletas de remites imposibles, tipo “date prisa, cartero, que es para la amiga que más quiero” o besos dibujados con labios pintados de carmín. Mis compañeras de fatigas y yo no escatimábamos detalles que ilustraran, en una suerte de competición, lo mucho que nos queríamos.
Sentada en la cama de la que fue mi habitación, me dediqué de nuevo a su enésima lectura y descubrí que, en el fondo, ni mi amiga ni yo habíamos cambiado tanto. Casi las mismas dudas, las mismas preguntas sin respuesta. Tanto camino recorrido para volver al principio. Entonces me dio por pensar que alguna vez recogeré en mi buzón la carta definitiva, la que contiene en su interior la solución a todos mis interrogantes y que un día se empeñó en no llegar a su destino. Imagino su matasellos desgastado, en un sobre amarillento, con fecha de treinta años atrás, en el que encontraré al fin la explicación a todos los enigmas que quedaron sin resolver.
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