Foto: Cesar Ojeda (Flickr)
Por Esperanza Goiri
Uno de mis héroes de infancia fue el aguerrido y valiente Correo del Zar creado por Julio Verne. Recuerdo ir montada sobre mi bici, como si fuese a caballo, siempre con una cantimplora de plástico en bandolera, que le daba un sabor asqueroso al agua. Recorría, infatigable, las campas que rodeaban la casa donde pasábamos los veranos en un pueblo de Vizcaya. Simulaba ser una versión femenina del admirado personaje que afrontaba, como él, toda suerte de obstáculos (algunos reales, como los temibles perros de los caseríos) para llevar “mensajes vitales” de los que dependía el futuro de la humanidad.
En contra de la creencia extendida, objetivamente fundamentada, de que lo importante es el mensaje y no el mensajero, en mi opinión es vital el portador de una noticia. Sin duda, mi devoción infantil hacia Miguel Strogoff algo habrá tenido que ver.
Dar buenas nuevas es fácil y gratificante. Se sabe de antemano que van a ser bien recibidas. La alegría se comparte y disfruta de inmediato. Aun así, existen matices a la hora de comunicarlas. Hay gente empática que se regocija contigo. Otra, te informa con indiferencia e incluso resentimiento. Los hechos que transmiten siguen siendo felices, eso no lo pueden cambiar, pero amargan el dulce momento con su actitud. Allá ellos.
Pero lo realmente difícil es ser portador de desgracias, de esas noticias fatales que van a lastimar a su destinatario. Siempre me han admirado los profesionales a los que no les queda más remedio, por su desempeño, que “despachar” infortunios y desventuras a granel: enfermedades graves, muertes, descalabros económicos, accidentes, traiciones… Todo un surtido. En estos casos es clave cómo se da la información. Aún recuerdo con nitidez la manera en que un médico del servicio de urgencias de un hospital madrileño me informó de la situación de mi padre. Más tarde debió recapacitar y me pidió disculpas. Pero el mal ya estaba hecho. Un poco de sensibilidad y delicadeza pueden ser suficientes para hacer más soportables ciertos trances.
No debe de ser sencillo buscar el equilibrio entre notificar de forma veraz unos hechos demoledores y amortiguar el impacto emocional del receptor. Por otra parte, estos mensajeros forzosos de desventuras también tienen sus propias vidas y problemas. Tienen que tomar distancia para no verse afectados. Si se implicaran personalmente en cada caso, se volverían locos.
A lo largo de la vida no queda más remedio que dar y recibir malas noticias. Cuando toca hay que apechugar y tratar de superarlo. Por eso, nunca he entendido a esas personas que parecen disfrutar de las adversidades y se complacen en la desdicha ajena. Mi madre tenía una prima lejana conocida en mi casa como el “pájaro de mal agüero”. Cada vez que llamaba por teléfono ya sabíamos de antemano que era para comunicar algo malo. Ella y otros muchos, como funestas palomas mensajeras, van difundiendo calamidades aquí y allá, aportando añadidos de su propia cosecha. Se recrean y regodean en los detalles morbosos y truculentos. La desgracia es su hábitat natural. A estas alturas de la vida ya he aprendido a mantenerlas a raya. No utilizo métodos tan expeditivos como en la antigüedad que mataban sin contemplaciones a los portadores de malas nuevas. Me conformo con poner cara de póker, emplear un tono distante y no preguntar jamás. Si no les das juego salen volando a “piar” a otro lado. Cuando me topo con uno de estos carroñeros recuerdo con nostalgia a mi admirado Miguel Strogoff, un mensajero de “ley”.
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