Escena final de Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock |
Por Juana Celestino
Hace unos días, Marisa, amiga y compañera de La vida en su tinta, publicaba en Facebook una imagen de texto donde nos preguntaba: “¿Y tú, en qué miedo descubriste que eras valiente?”. A velocidad supersónica, mi memoria viajó en el tiempo y me vi con ocho años de pie al borde de aquella piscina, desde donde miraba fijamente el agua que cubría su zona más profunda. Las piernas me temblaban. Ese día parecía uno de tantos que pasaba en la piscina municipal de Cáceres con mis primos, mayores que yo, que en numerosas ocasiones habían intentado enseñarme a nadar sin éxito. Sentía un miedo irracional y persistente al agua, y la inseguridad de estar a merced de otro me impedía avanzar en aquellas “clases” que había abandonado por imposible. Atracción y temor hacia ese elemento se alternaban; la admiración por nadadores, buceadores y cualquiera que realizara alguna pirueta acuática, podía atrapar mi atención durante horas, en tanto yo me veía limitada a remojarme y a jugar en zonas seguras plagadas de niños.
Aquel día fue diferente. Con una decisión no premeditada, como abducida, me dirigí al borde de la piscina más grande y allí permanecí unos segundos, durante los cuales no oí ni el griterío de los bañistas ni vi cosa alguna que me rodeara. Estaba a solas con mi miedo. Me arrojé de pie. En el momento de la inmersión me invadió una gran euforia y me recreé fascinada en la levedad de mi cuerpo, pero la sensación se desvaneció cuando, al rozar el fondo, ascendí tan solo unos centímetros sin atravesar toda la masa de agua que me cubría; no supe qué hacer con esa ingravidez para seguir avanzando y desasirme de una fuerza que parecía tirar de mí hacia abajo. En mi lucha la garganta se cerraba al aire para impedir la entrada de agua; la rabia por mi estupidez y la pena de abandonar el mundo me asaltaron y mis lágrimas se mezclaron con el agua. Uno nunca sabe cómo va a reaccionar en una situación extrema, pero aquella muda desesperación duró unos segundos antes de que cierta serenidad me envolviera y empezara a dar la patada que mis “monitores” me habían hecho repetir tantas veces. La subida a la superficie rozó una eternidad, y la corta distancia que me separaba del borde al que deseaba asirme hasta llegar a la escalerilla la cubrí con torpes manotazos, hundiendo las cabezas que encontraba a mi paso y provocando toda clase de improperios en los bañistas. Atragantada de agua, tosiendo y con el corazón en la boca, me dirigí hacia mi toalla donde me desplomé de bruces; ninguno de mis acompañantes se había percatado del temerario chapuzón. La audacia una vez que se manifiesta no hay quién la pare, engancha, porque volví a saltar dos veces más, con mejores resultados de tiempo en mi ascenso a la superficie. Al cuarto intento me sorprendió comprobar que mis piernas ya no temblaban, y saber que era capaz de invocar una calma como la que, repentinamente, me había ayudado a emerger, fue lo que me permitió aprender a nadar y a disfrutar de una actividad que con el tiempo se ha convertido en uno de mis deportes favoritos. Más que el suceso en sí, puedo rememorar con nitidez las sensaciones que lo acompañaron, pero no sé qué ocurrió después de aquello, al día siguiente y durante el resto de las vacaciones, no recuerdo nada más de aquel verano.
Aquel día fue diferente. Con una decisión no premeditada, como abducida, me dirigí al borde de la piscina más grande y allí permanecí unos segundos, durante los cuales no oí ni el griterío de los bañistas ni vi cosa alguna que me rodeara. Estaba a solas con mi miedo. Me arrojé de pie. En el momento de la inmersión me invadió una gran euforia y me recreé fascinada en la levedad de mi cuerpo, pero la sensación se desvaneció cuando, al rozar el fondo, ascendí tan solo unos centímetros sin atravesar toda la masa de agua que me cubría; no supe qué hacer con esa ingravidez para seguir avanzando y desasirme de una fuerza que parecía tirar de mí hacia abajo. En mi lucha la garganta se cerraba al aire para impedir la entrada de agua; la rabia por mi estupidez y la pena de abandonar el mundo me asaltaron y mis lágrimas se mezclaron con el agua. Uno nunca sabe cómo va a reaccionar en una situación extrema, pero aquella muda desesperación duró unos segundos antes de que cierta serenidad me envolviera y empezara a dar la patada que mis “monitores” me habían hecho repetir tantas veces. La subida a la superficie rozó una eternidad, y la corta distancia que me separaba del borde al que deseaba asirme hasta llegar a la escalerilla la cubrí con torpes manotazos, hundiendo las cabezas que encontraba a mi paso y provocando toda clase de improperios en los bañistas. Atragantada de agua, tosiendo y con el corazón en la boca, me dirigí hacia mi toalla donde me desplomé de bruces; ninguno de mis acompañantes se había percatado del temerario chapuzón. La audacia una vez que se manifiesta no hay quién la pare, engancha, porque volví a saltar dos veces más, con mejores resultados de tiempo en mi ascenso a la superficie. Al cuarto intento me sorprendió comprobar que mis piernas ya no temblaban, y saber que era capaz de invocar una calma como la que, repentinamente, me había ayudado a emerger, fue lo que me permitió aprender a nadar y a disfrutar de una actividad que con el tiempo se ha convertido en uno de mis deportes favoritos. Más que el suceso en sí, puedo rememorar con nitidez las sensaciones que lo acompañaron, pero no sé qué ocurrió después de aquello, al día siguiente y durante el resto de las vacaciones, no recuerdo nada más de aquel verano.
El temor al agua me había acompañado desde muy niña, aunque no recuerdo ninguna experiencia negativa que lo justificara. Era una fobia de mi madre, sin que ella misma conociera su procedencia. Yo solía darme a la fuga burlando la vigilancia de los mayores y le obsesionaba que pudiera merodear por una charca cercana a la casa de mis abuelos sobre la que oí escabrosas historias, seguramente inventadas, en su afán por protegerme. Pero era un miedo que a mí no me pertenecía, era prestado, y sin embargo se había enquistado en mi mente. Ese día en la piscina, sin saberlo, había decidido no atender al eco de aquellos relatos que aún resonaban dentro de mí.
El miedo es un aliado en nuestra supervivencia, pero también puede ser un enemigo que nos aprisiona y tortura. Ignoro si puede considerarse valiente a quien huye hacia adelante de ese torturador, tratando de sacudirse la zozobra que le provoca sin valorar las posibilidades de éxito, pensando solo en escapar de ese callejón que parece no tener salida. Quizá se trate solo de modos de enfrentarlo –impulsivo o reflexivo- y a la valentía eso poco le importe. Pero sí sé que el miedo se infla en nuestra mente y es embustero. Vamos, que el león no tan fiero como lo pintan.
El miedo es un aliado en nuestra supervivencia, pero también puede ser un enemigo que nos aprisiona y tortura. Ignoro si puede considerarse valiente a quien huye hacia adelante de ese torturador, tratando de sacudirse la zozobra que le provoca sin valorar las posibilidades de éxito, pensando solo en escapar de ese callejón que parece no tener salida. Quizá se trate solo de modos de enfrentarlo –impulsivo o reflexivo- y a la valentía eso poco le importe. Pero sí sé que el miedo se infla en nuestra mente y es embustero. Vamos, que el león no tan fiero como lo pintan.
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