Foto: Belén Sánchez (Flickr) |
Por Esperanza Goiri
Sin llegar a los extremos de Grace y sus hijos, protagonistas de la película Los otros, de Alejandro Amenábar, ya que afortunadamente no soy fotosensible, en cuanto llega el verano y el sol impone su implacable presencia, mi hogar adquiere una atmósfera misteriosa, llena de claroscuros, como si fuera un lienzo en el que los objetos cotidianos adquieren otra dimensión, un aspecto seductor e inquietante al mismo tiempo.
Vito se mueve al ralentí como un elfo peludo. Sus puntiagudas orejas se recortan contra el cristal del mirador por la única abertura que dejo en las persianas, para que pueda tomar sus baños de sol y ver pasar la vida, ladrando ocasionalmente a otro perro, al carrito del cartero o a cualquier otro elemento rodante que, por lo que sea, encuentre amenazador.
La razón de vivir en semioscuridad durante tres o cuatro meses (el verano en Madrid es infinito, o al menos a mí me lo parece) es práctica: la casa tiene una orientación este-oeste y el astro rey le proyecta toda su fuerza y calor desde que sale hasta que decide retirarse a descansar y nos da un respiro. En invierno es una delicia por la luz y por lo fácil que es mantenerla caldeada. Pero en el estío sobrevivimos gracias al aire acondicionado, ventiladores varios y a mimetizarnos con las costumbres del Talpidae. No dejéis volar vuestras calenturientas mentes, me estoy refiriendo al inofensivo y nada glamuroso topo común.
Salvo algunos inconvenientes como el aumento de golpes fortuitos contra los muebles o los molestos deslumbramientos cuando no queda más remedio que pisar la calle, yo encuentro todo ventajas. El polvo, salvo el que está en suspensión que resulta bonito ver bailar en los escasos rayos de luz, no se percibe en las superficies. Los repartidores de publicidad y otros especímenes “tocatelefonillos” creen que estás de vacaciones e incordian a otro vecino. Esos sentidos que normalmente infrautilizas adquieren protagonismo para compensar la escasa visión. Cuando te miras en el espejo, se “borran” de tu rostro, sin necesidad de ninguna crema milagrosa, ocho o diez años. De un plumazo, sin más. El aire teatral que impregna el ambiente activa la imaginación para escribir. Pero, sobre todo, si evitas el error de conectarte a las redes sociales o encender la televisión, y eres capaz de esquivar la tiranía del reloj, en esa tranquila penumbra, sientes el espejismo de creerte suspendida en el tiempo y en el espacio. Distanciada y a resguardo de ese mundo exterior que cada vez me resulta más incomprensible. A salvo de esas personas que, como en la canción Historia de playback de Radio Futura, cuando me hablan tengo la impresión de que alguien les dicta en la sombra y ellas se limitan a mover sus labios.
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