Leonora Carrington. Laberinto (1991) |
Somos memoria, nuestra identidad personal está basada en ella. No se trata de un archivo, no es un cajón con documentos o un ordenador donde guardamos datos listos para consultar con la completa información registrada. Hacemos memoria desde el presente utilizando material del pasado, en un laborioso proceso de reciclaje donde lo filtramos, transformamos y finalmente aprovechamos para nuevo uso. Escarbar en nuestra memoria es una actividad que requiere esfuerzo, y también cierto grado de valentía cuando sabemos que en el interior de ese laberinto pueden ocultarse espacios poco amables y acogedores. Implica una búsqueda personal. Sabemos que si contemplamos cómo fueron las cosas, probablemente estaremos a salvo de caer de nuevo en los mismos errores y avanzaremos por el aprendizaje de lo vivido (uno de los beneficios de la memoria histórica). Pero rememorar también lleva implícito olvidar, no se oponen. Suprimir y conservar información es un contraste necesario: la memoria es recuerdo y olvido.
Hace unas semanas leí un cuento de J.L.Borges que recordaba de mi época de estudiante; en realidad, todo lo que conozco del escritor argentino lo asocio a aquellos tiempos, ya que no había vuelto a leer nada de él, y su obra me lleva más a mi pasado, a mi ambiente personal de entonces, que al recuerdo de los propios relatos. Si a esto se añade que ya no somos los lectores de antaño porque hemos cambiado, puedo decir que abordé la lectura casi de nuevas. Se trata de Funes el memorioso (recogido en el volumen Ficciones), cuyo protagonista, el joven Ireneo Funes, debido a un accidente, dispone de una capacidad prodigiosa para memorizar cualquier detalle de lo aprendido. Para él vivir es recordar, perdiéndose en los pormenores de lo percibido, y sin razonamiento alguno todo queda almacenado en su mente, resultando de lo más trivial esa capacidad para retener conocimientos al estar desprovista de una de las formas de la memoria, el olvido.
Fuera de la ficción, nosotros, afortunadamente, no recordamos el pasado íntegro, sino una selección de sucesos que conservamos sobre otros que se han ido desvaneciendo. Sin embargo, la actualidad tecnológica nos va acercando cada vez más al “funesto” personaje de Borges. Los álbumes de fotos seleccionadas ya son historia, ahora guardamos cientos de imágenes en el ordenador, así como audios o videos, ya sea para publicarlos en una red social, para recrearnos o, simplemente, almacenarlos. Es algo tan habitual capturar cualquier momento en su mínimo detalle mediante el ojo electrónico de una cámara (paisajes que apenas se contemplan, eventos que no se disfrutan en vivo), que para algunos empieza a convertirse en una forma de vida. Pero en ese afán por percibirlo todo no sienten, al estar desvinculados de la experiencia directa. Sensación y memoria forman la experiencia, decía Aristóteles.
Poco a poco, gran parte de nuestras vivencias van pasando a ser custodiadas por un ordenador, tableta o móvil. Ya no tenemos que esforzarnos en recordar, basta con echar mano de una tarjeta de memoria, pero los momentos ya no son memorizados, sino fotografiados. Podemos acumular cada instante de nuestra existencia y revisitarlo (no memorizarlo). Como los lifeloggers, esos aficionados al diario fotográfico, que portan una pequeña cámara que dispara automáticamente varias fotografías por minuto a lo largo de su día a día, también localizables mediante un GPS.
En el cuento de Borges leemos: “Sospecho, sin embargo, que (Funes) no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”. A este triste personaje, su abrumadora percepción lo priva no solo de la posibilidad de sentir, sino también de pensar. El almacenamiento masivo de imágenes y datos en dispositivos siempre será más cómodo y no tan caótico como el pensamiento o la memoria, desordenado uno, y caprichosa y escurridiza, la otra. Pero caer en esa rememoración compulsiva nos aboca a un mundo donde los gigabytes, además de quitar espacio a nuestra privacidad en ese afán por mostrarnos, también pueden arrebatarnos el pensamiento.
Fuera de la ficción, nosotros, afortunadamente, no recordamos el pasado íntegro, sino una selección de sucesos que conservamos sobre otros que se han ido desvaneciendo. Sin embargo, la actualidad tecnológica nos va acercando cada vez más al “funesto” personaje de Borges. Los álbumes de fotos seleccionadas ya son historia, ahora guardamos cientos de imágenes en el ordenador, así como audios o videos, ya sea para publicarlos en una red social, para recrearnos o, simplemente, almacenarlos. Es algo tan habitual capturar cualquier momento en su mínimo detalle mediante el ojo electrónico de una cámara (paisajes que apenas se contemplan, eventos que no se disfrutan en vivo), que para algunos empieza a convertirse en una forma de vida. Pero en ese afán por percibirlo todo no sienten, al estar desvinculados de la experiencia directa. Sensación y memoria forman la experiencia, decía Aristóteles.
Poco a poco, gran parte de nuestras vivencias van pasando a ser custodiadas por un ordenador, tableta o móvil. Ya no tenemos que esforzarnos en recordar, basta con echar mano de una tarjeta de memoria, pero los momentos ya no son memorizados, sino fotografiados. Podemos acumular cada instante de nuestra existencia y revisitarlo (no memorizarlo). Como los lifeloggers, esos aficionados al diario fotográfico, que portan una pequeña cámara que dispara automáticamente varias fotografías por minuto a lo largo de su día a día, también localizables mediante un GPS.
En el cuento de Borges leemos: “Sospecho, sin embargo, que (Funes) no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”. A este triste personaje, su abrumadora percepción lo priva no solo de la posibilidad de sentir, sino también de pensar. El almacenamiento masivo de imágenes y datos en dispositivos siempre será más cómodo y no tan caótico como el pensamiento o la memoria, desordenado uno, y caprichosa y escurridiza, la otra. Pero caer en esa rememoración compulsiva nos aboca a un mundo donde los gigabytes, además de quitar espacio a nuestra privacidad en ese afán por mostrarnos, también pueden arrebatarnos el pensamiento.
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