Por Marisa Díez
Era un mueble pequeño, pero en sus estrechas baldas se amontonaban objetos de incalculable valor sentimental. Se mezclaban algunos ligeramente extravagantes con otros muy sencillos; unos pocos los conservaba de toda la vida y el resto los había ido coleccionando a lo largo de los años. Cada uno de ellos conservaba su propia esencia y, por supuesto, tenía sus predilectos. En lo alto se alzaba, desde mucho tiempo atrás, su objeto de más valor. No era mejor ni peor que los otros, pero a ella le gustaba más que ninguno. Una mañana en la que se puso a hacer limpieza, de repente cayó desde lo más alto, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Le golpeó en la cabeza y entonces perdió la conciencia de dónde estaba. Pasaron unas horas hasta que consiguió volver a la realidad. Al abrir los ojos, lo encontró hecho añicos y, cuando por fin reaccionó, fue consciente de que llevaba meses temiendo que pudiera ocurrir. Lo había visto tambalearse en más de una ocasión mientras intentaba poner orden en su peculiar estantería.
Desde entonces anda intentando encajar los pedazos que aquella tarde recogió del suelo de su habitación. Con infinita paciencia, y el mejor pegamento del mercado, se empeña día tras día en unir de nuevo cada fragmento y así conseguir que vuelva a lucir como antes, en lo más alto del armario. Pero a veces las piezas no sueldan con facilidad y se tiene que emplear a fondo para encontrar el punto exacto en el que deben acoplarse.
Recordó este incidente, a modo de metáfora, mientras arreglaba el mundo con una amiga en una de esas cálidas tardes que el verano, a punto de acabar, les había regalado este año. Parapetadas tras un par de cervezas charlaron sobre la dificultad de recomponer una relación, del tipo que fuera, cuando se hace añicos de repente. Aunque lo veas venir, al final te pilla de improviso y sin recursos para reaccionar a tiempo. Empiezas a pensar lo que deberías haber hecho y no hiciste, las palabras que no tendrías que haber callado, los besos que no diste o los abrazos que nunca debiste aplazar.
Hay personas por las que hubieras puesto la mano en el fuego sin temor a quemarte. Dejando a un lado a tu familia, a la que supones inquebrantable, del resto de la humanidad escoges un puñadito de seres a los que consideras dignos de tu total confianza. Pero, aunque cumplas mil años, no dejas de llevarte desilusiones en ese sentido. Te crees fuerte, más lista que nadie en esto de las relaciones humanas y luego pasa lo que pasa: cuando menos te lo esperas, tus objetos más preciados resbalan de la estantería, estallan en pedazos y lo dejan todo perdido.
El tiempo va situando las cosas en su sitio y a cada persona en el lugar que le corresponde. O eso dicen. A veces parece que los días pasan demasiado despacio, con una lentitud que puede llegar a exasperarte, pero, sin apenas darte cuenta, un día descubres que de nuevo la vida ha corrido mucho más rápido que tú, y con las prisas no pudiste llevar a cabo lo que juzgaste como inaplazable. El tiempo real no se ajusta exactamente a tus necesidades: en ocasiones te desborda o puede volverse extrañamente relajado.
La confianza que depositas en tus escogidos la supones siempre a prueba de bomba y por encima de cualquier espacio temporal. Por eso el sobresalto es tan fuerte cuando desde lo más alto del escalafón se desprende alguna de tus reliquias, tan veneradas por ti. Juntar de nuevo las partes rotas es una tarea complicada que exige un esfuerzo diario. Siempre temes dejar algún pequeño hueco donde el pegamento no acierta a unir con precisión, alguna afilada arista que se te clave cuando ya creías haber recompuesto de nuevo el desastre que un día encontraste esparcido en el suelo de tu habitación.
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