Metáfora, J.R. Rey |
Por Esperanza Goiri
Utilizo el adjetivo coloquial (chungo) porque resulta muy expresivo para calificar esos días confusos y difíciles, que acechan silenciosamente y surgen cuando nada hace presagiar su aparición. No hay ningún acontecimiento dramático ni desestabilizador que justifique su visita. A priori, son un número más en el calendario. Una jornada normal y corriente como otras muchas. Pero cuando deciden llamar a mi puerta, llegan de improviso, como esos convidados inesperados e inoportunos que no han tenido la delicadeza de avisarte con antelación. Hacen notar su presencia de manera sutil, pero tangible.
Son esos días que, como dice la canción de Alejandro Sanz, “amaneces en cruz”. Nada te parece bien. El té que siempre disfrutas en el desayuno, hoy tiene un regusto agrio y menos aromático que de costumbre. Ese cuadro que elegiste con tanta ilusión como recuerdo de un viaje, que te encanta, luce menos colorido, como impregnado de una pátina gris y viscosa. Las noticias de primera hora de la mañana, que habitualmente provocan mi indignación, me dejan fría e indiferente. ¡Anda qué les den! Porque esos días eres tú y tus circunstancias, no hay cabida para nadie ni nada más. Lo ves todo patas arriba. Te cuestionas hasta tu nombre y elucubras sobre cada uno de los aspectos de tu vida. Magnificas y exageras cualquier contratiempo por nimio que sea. Lo que ayer era bueno, hoy es malo. No te aguantas a ti misma ni a los demás. Tienes la molesta impresión de estar fuera de lugar. Vamos, un asco total.
Antes me rebelaba contra esas sensaciones y luchaba como una jabata, consciente de que no tenía razones objetivas ni de peso para permitir que se aposentasen y se hicieran las dueñas de mi estado de ánimo. Me movía como una equilibrista en la cuerda floja, dando pasos inseguros, fluctuando entre el victimismo más patético, en un extremo, y la maldita culpabilidad, en el otro. Dejándome llevar por esos remolinos emocionales que te suben y bajan para quedarte exhausta y confundida en el mismo punto. Eso era antes, ya no. Con el tiempo he aprendido a no pelearme. Ya se sabe, si no puedes con tu enemigo únete a él. Cuanta más resistencia opongas a algo o a alguien más poder le das sobre tu persona. Ahora a los “días tontos” los recibo con cierta hospitalidad. No me entusiasman, pero si tienen que venir, amén. Les franqueo la entrada. Eso sí, tomando ciertas precauciones. La primera, establecer un conveniente perímetro de seguridad a mi alrededor, para minimizar los posibles daños colaterales a los que conviven conmigo. Se informa de que, hasta nueva notificación, el horno no está para bollos. Quien avisa no es traidor. La segunda, desconectar del mundo exterior y redes sociales. Ya se sabe, los comentarios y mensajes los carga el diablo, mejor no tentar a la suerte. La tercera y última, quitar de la vista el chocolate negro con almendras so pena de engullir la tableta de una sentada en busca de las benditas endorfinas. A partir de ahí, que pase lo que tenga que pasar. No voy a entrar en detalles porque pertenecen a la estricta intimidad de una servidora y sus días chungos.
Siendo honesta, reconozco que si hemos llegado a un pacto mutuo de no agresión es porque al no existir motivos para su permanencia estable, al igual que vienen, se van. Solo hay que esperar. A la mañana siguiente vuelves a tomar las riendas, el té recupera su sabor original y las piezas de tu microcosmos encajan de nuevo. O puede que no, que alguna ahora no encuentre su sitio. Sería una señal para plantearse realizar cambios. ¿Y si resulta que, después de todo, los días chungos no son tan malos?
0 comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.