La pérdida de la inocencia

Por José María Ruiz del Álamo

Gregory Peck en Matar un ruiseñor.

Lo sé, el título me viene grande, máxime cuando uno es tan banal, aunque en verdad resulta pertinente el enunciado. Abarcar este asunto tan espinoso, y en fechas navideñas (véase que la entrada toma vida el Día de los Santos Inocentes), me resultaría imposible si no lo acoto a un punto concreto. Son demasiadas las inocencias que perdemos a lo largo de la existencia para circunscribirlas a un solo texto.

Entonces, ¿por qué me aboco a ello? Simplemente, por las vinculaciones que desarrolla un cerebro ante un acontecimiento. Y mis células cerebrales se activaron cuando oí por la radio que le habían otorgado el Goya de honor a Narciso Ibáñez Serrador. En ese momento los recuerdos se agolparon: una merma de la inocencia provocaban sus imágenes.


Sus perniciosas propuestas quedaban selladas con dos rombos sobre la pantalla, una especie de emoticono que anunciaba un “programa para mayores de 18 años”. Hoy esta prohibición moral ha desaparecido de nuestra iconografía (bendita sea la hora), pero en aquellos años setenta del siglo pasado era una alarma que irrumpía en toda la casa. Los niños a la cama o directamente se apagaba la tele.

El televisor es el primer episodio que me viene a la mente de la mítica serie Historias para no dormir. Unos “telefilms” que abordaban el género de terror y nos hacía transitar por los miedos atávicos, dando protagonismo a la muerte y jugando con la catalepsia, el sonambulismo, el hipnotismo… Temas no aptos para mentes infantiles (¡ay, cómo son hoy las mentes infantiles!). En dicho episodio Ibáñez Serrador expresaba los males provocados por las imágenes que se introducían a todas horas en nuestros hogares, nos interpelaba sobre nuestra pleitesía a los distintos programas. “Es verdad. Lo ha dicho la tele”. ¡Ay, qué inocentes!

Con Chicho (así era conocido familiarmente Narciso) no cabía la ingenuidad, era un maestro en bordear la censura, así se pudo ver en N. N. 23 y su representación de la dictadura. Una mirada desde la ciencia-ficción, apreciándose concomitancias de Ray Bradbury (Farenheit 451). ¿Recuerdas la estupenda Historia de la frivolidad? Todo un escarnio a la moral (visionando un striptease y riéndose del dichoso puritanismo que cortaba a tijeras los besos de las películas, la censura en plena acción). La conciencia crítica se abría paso, la barrera de la inocencia se debilitaba.

Estas imágenes “perniciosas” entretenían mucho. Ya en democracia, nos presentaba con humor Mis terrores favoritos, películas con monstruos más humanos que las propias personas. Él cultivó mi amor al género, cómo olvidar Pánico en el Transiberiano o El doctor Jekyll y su hermana Hyde. A Chicho le gustaba dar otra vuelta de tuerca, así lo mostró en las dos películas que dirigió: ¿Quién puede matar a un niño?, diría que es una variante de Los pájaros (ambas son adaptaciones de relatos), la inocencia se volvía a perder (a palos); la adolescencia tuvo constatación en La residencia, las perversiones tomaban luz bajo la influencia gótica, los primeros escarceos eróticos se hacían palpables.

Con Chicho nos hicimos adultos, cambió la mentalidad y nos dijo: Hablemos de sexo. Un mínimo escándalo se barruntó, pero la madurez de la sociedad democrática española se impuso. El orgasmo había llegado a la televisión con todas sus letras, el placer era nuestro, adiós a los tapujos. “Nada sabe tan dulce que su boca…”.

¡Ay, alma cándida! ¿Crees que el Un, dos, tres…es un programa familiar? Porque hoy en día, tal como era, no se podría emitir. En la actualidad no se acepta lo políticamente incorrecto, máxime cuando se reproducían estereotipos de género. Véase, secretarias con vestidos cortos y con gafas, a la hora de bailar aparecían con una especie de traje de baño o unos pantaloncitos diminutos. ¿Hablamos de las cómicas? Ahí estaban la Bombi y la Loli, apodos para una ingenua tetona y una prostituta tartamuda. ¡Y cómo nos reíamos! Recuerdo que unos concursantes obtuvieron de premio volver a la semana siguiente con unos sabiondos y correr su misma suerte, siete días después allí estaban los eruditos. Y 30 respuestas a 25 pesetas cada una, mas en la segunda tanda debían enumerar reyes de siglos atrás y de un lugar determinado, y contestaron de carrerilla sin mencionar el primer ejemplo que les daba Mayra Gómez Kemp. Las Tacañonas hicieron sonar sus instrumentos y con un ripio les comunicaron que se habían equivocado desde el principio. Multiplicar por cero es quedarte con nada. Puede verse como una moraleja, pero ahí perdí parte de mi inocencia. Ahora los concursos televisivos los veo con otros ojos…

Chicho me aventuró a perder simplezas, y por esta senda de las coincidencias cabe citar que Narciso Ibáñez Serrador, a principio de los años sesenta, puso sobre las tablas españolas su obra de teatro Aprobado en inocencia. Claro que un año antes se estrenó en Buenos Aires con el título de Aprobado en castidad… Es lo que tenía la censura española. Pero él, muy ladino, sorteaba las alambradas, minaba las inocencias.


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