Por Juana Celestino
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© Tommy Ingberg
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A muchos nos gusta mirar al cielo; sentimos especial devoción por las aves y por los espectáculos, tanto visuales como sonoros, que estos plumíferos animales nos pueden regalar. Hay muchísimas aves preciosas e interesantes, pero yo siento predilección por las migratorias, como las cigüeñas y las grullas; estas últimas son de las más viajeras, nos visitan cada invierno surcando el cielo en bandadas numerosas y rompiendo el silencio con su característico trompeteo. Al margen de la belleza de estas esbeltas criaturas, no deja de admirarme su capacidad de orientación, ese sistema de navegación preciso que las lleva a recorrer miles de kilómetros, atravesando países y continentes, para invernar en los mismos lugares y regresar más tarde a sus criaderos de origen. Gran parte del secreto de esa brújula biológica parece estar en la memoria genética, del mismo modo que en la abeja, que hereda su habilidad para construir un panal, o en la araña para tejer con su seda la red donde atrapará a sus presas. La información necesaria para la supervivencia ya les viene dada, luego la suerte jugará su papel.
A diferencia de los animales, los seres humanos no recibimos por transmisión natural ningún tipo de información sustancial para la vida. Muy al contrario, necesitamos de un largo proceso de aprendizaje donde la disciplina y el esfuerzo son la base para adquirir los conocimientos y habilidades que nos ayuden sobrevivir en el medio laboral y social. Sí podemos heredar el talento que nos lleve a la excelencia de algo de lo aprendido, pero hay que pasar por el taller; sin un maestro es difícil obtener preparación alguna.
Más ardua aún es la andadura personal. No es nada sencillo elegir nuestro camino; desde la más temprana edad hay mucha presión, ruido y opiniones de otras personas que nos pueden confundir y distanciar de los propios sueños. Se trata de ir en busca de lo que creemos que nos dará más satisfacciones, aunque la equivocación esté a la vuelta de la esquina, pero será nuestro error, no el de otro. Casi todos hemos vivido ese intento de los padres por transmitirnos su saber mundano en ese afán por protegernos y prepararnos mejor para la andadura vital; también por boca de educadores y de algún amigo hemos oído alguna vez la advertencia “te lo digo por experiencia”, pero la de los otros no nos sirve. Sí podemos prestar oídos a esos consejos, pero descubrir la vida es una tarea personal. Las propias conquistas serán las únicas que verifiquen o no las experiencias que aquellos han intentado transmitirnos. Y aún en el caso de seguir esas directrices a pies juntillas, el resultado nunca será el mismo. Porque no se trata tan solo de vivencias, será sobre todo la interpretación, la reflexión que cada uno haga de esos hechos la que nos dé la información que antes desconocíamos y no podíamos aprender sin haber pasado antes por ello. Tampoco es ensayo y error, como si viviéramos en un laboratorio; el error quedará ahí como una experiencia no buscada, pero reconocerlo nos hace responsables y un poco más sabios, pues en el próximo intento ya tendremos en cuenta que, de la misma forma que podemos vivir un triunfo, también cabe la posibilidad de obrar de forma tan desacertada como la anterior. El recorrido por el mundo nos exige este esfuerzo continuo, en cuyos resultados están de más los juicios negativos; mejor, “disfrutar del error y de su enmienda”, como dice Ida Vitale en su poema Fortuna, y albergar la esperanza de que, tarde o temprano, la verdad se imponga por sí misma.
Se mire como se mire, la experiencia es personal e intransferible. Al final todos acabamos aprendiendo algo, ya sea por discernimiento o por sufrimiento, pero el enfoque que demos a esa información será lo que marque nuestra andadura existencial.
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