Ahora nos gusta denominarlas fake news porque nos parece más fashion utilizar una expresión de este tipo, pero en realidad se refieren a un concepto que ha existido siempre. Las noticias falsas o engañosas que corren como la pólvora por las redes sociales están destinadas a crear confusión. Utilizan la supuesta ignorancia de los sujetos a quienes van dirigidas con un fin determinado. La clase política las usa sin ningún pudor ni la más mínima ética. Cada vez es más habitual escucharlas en boca de nuestros representantes públicos sin que se les mueva un músculo de la cara. No se preocupan en desmentir lo que pregonan, ni siquiera una vez demostrada la falsedad de lo que difunden a los cuatro vientos. La mentira está prácticamente institucionalizada como método para conseguir sus objetivos políticos.
De niña llegué a creer a pies juntillas lo que podría definir como la primera fake news que recuerdo. Por aquel entonces, al no existir las redes sociales, los bulos corrían de boca en boca, en el colegio o en la calle, en nuestro ámbito más cercano, y nos dejaban casi sin defensas ante la imposibilidad de desmentirlos si no era recurriendo a la fuente de información más fiable: nuestros padres o hermanos mayores. Aquella historia inquietante de la mano negra me persiguió durante un tiempo y me dejó paralizada en alguna ocasión, incapacitándome para acudir a solas al cuarto de baño. Era un bulo cruel, dirigido a los niños, y nunca he sido capaz de comprender el sentido real que se escondía detrás de una mentira tan increíble y amenazadora.
Con los años me fui blindando ante las historietas sin sentido que cada cierto tiempo circulaban por mi entorno, la mayoría sin explicación aparente, y llegué a convertirme en una auténtica experta en descifrar los bulos que la gente se empeñaba en hacerme creer. Recuerdo a una profesora del colegio, la señorita Isabel, objetivo de las patrañas más inverosímiles, tan solo por la discapacidad que padecía como consecuencia de haber sufrido un cruel accidente de tráfico. Su pierna ortopédica provocaba leyendas sin fin, pero yo la observaba desplazarse en su Seat 600 blanco sin aparente dificultad, lo que me empujaba a dudar de la veracidad de tanto rumor que la perseguía. Y así hasta el día de hoy, en que ya ni me molesto en dar credibilidad a lo que no me demuestren con hechos probados. Me he convertido en una escéptica de por vida. Si no lo veo, no lo creo, y punto. Por simple instinto de supervivencia o qué sé yo, el caso es que ya no me creo nada, y eso teniendo en cuenta que existen mentiras tan sumamente elaboradas y bien estructuradas, que consiguen a veces incluso hacerme dudar. Pero me mantengo firme en mi incredulidad. Me he convertido en una escéptica radical y así me protejo ante los ataques que surgen cuando menos te lo esperas y en cualquier ámbito.
Por eso sospecho a menudo de ciertos mensajes que se convierten en virales a través de Facebook, Twitter o Instagram y entonces me dan ganas de desaparecer por un tiempo del mundo virtual. Recibo auténticas barbaridades en mi Whatsapp, aún más ahora que nos encontramos en periodo electoral. Me lleva los demonios descubrir las falacias que la gente es capaz de construir para justificar el voto a una determinada opción política. Pero aún confío en la sensatez de las personas para adivinar, como si estuviéramos en un juego, dónde está la mentira o por dónde han escondido la verdad entre tanto mensaje tergiversado. Entonces me acuerdo de la señorita Isabel y su pierna ortopédica, y me parece que, en parte gracias a ella, pude darme cuenta a tiempo, tan solo utilizando un mínimo de observación y ciertas dosis de cordura, que la mentira, la inmensa mayoría de las veces, tiene las patas muy cortas.
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