Por José María Ruiz del Álamo
Sunrise by the ocean, Vladimir Kush. |
Ya se sabe: los años no perdonan. La realidad nos pasa factura. Ciertamente, el tiempo puede con nosotros. ¡Ay, con lo que hemos sido! ¡Y cómo te ves por tu mala cabeza! Ya lo decía Miguel Ríos: “dormimos poco y mal, quemando la salud”. El Rock Ríos y su Bienvenidos alumbró mi primera juventud (sigo esperando a la segunda). Aún recuerdo aquella canción Año 2000, con su pegadizo estribillo: “llega el año 2000, llega el año 2000”, lejos queda ya ese inicio de siglo… Lo mismo ahora se precipitan aquellos locos años veinte.
No te desvíes, José. Al tema, al tema. Reconduciendo: el examen médico se hace necesario. Máxime con los precedentes que ostenta mi ADN: unos progenitores que padecieron una enfermedad de larga duración (eufemismo para hablar del cáncer); súmese una colonoscopia motivada por unas heces sangrantes, así como haber superado el medio siglo. Factores, todos ellos, que aconsejan pasar por la consulta médica. Y cada dos años tengo la cita. Estoy, en lo que se llama, un grupo de riesgo.
Auscultaciones varias y la petición de analíticas. El trámite estaba cumplido: en una semana, las extracciones; siete días más tarde, los resultados. De ahí que dispusiese de un tiempo para equilibrar el cuerpo: una comida saludable, fuera azúcares añadidos y hasta luego bebidas alcohólicas.
Transcurrido medio mes volví a visitar a la doctora. Esta encendió al ordenador y comenzó a teclear: “bien, bien. Estás ahí, ahí. Un poco alta la alergia. ¿Has tenido alguna alergia?”. Yo qué voy a tener (es la primera vez que me trata, el médico con quien llevaba veinte años se jubiló y no me había encontrado tales males). Proseguía: “continúa con el régimen de comida que llevas. Es bueno”. Tiro de latas y congelados, no falta la pieza de fruta diaria ni el embutido y el pan siempre con masa madre. Concluyó: “estás falto de la vitamina del sol. Es lo que tiene Madrid y tanto edificio inteligente. No hay nada como una ventana por la que penetre el astro rey. Te vas a tomar estas ampollas, una al mes. Pasea, que te dé el sol, no te pongas protección y no salgas a las horas centrales del día. Por lo demás: todo bien”.
Con los papeles en la mano, transito la mirada por la hemoglobina, los leucocitos, los linfocitos y demás “citos”. Notables son las notas; la bilirrubina se dispara, y llegado al marcador de la vitamina D se torna catastrófico, apenas llego a 17 cuando los valores idóneos deben estar entre 30 y 100. Suspenso en toda regla. He aquí lo que se ha venido a denominar la vitamina del sol.
El Sol, el Sol. De inmediato los fotogramas danzan por mi mente. Ese parco rayito donde se arremolinan los pobres, los olvidados a quienes Vittorio de Sica concede un Milagro en Milán; y solo un minuto al día puede saborearlo Amparito Rivelles en La calle sin sol; durante la Revolución Francesa, la caída de la Bastilla supuso la llegada del astro rey a una callejuela en Un pueblo y su rey, de Pierre Scheller; la ciencia-ficción se vislumbra con una asfixiante penumbra oscura en Blade Runner, mas con una última mirada esperanzadora, sin embargo cuando el director Ridley Scott trazó su versión desapareció todo vestigio solar.
Ya se sabe: la vitamínica sustancia de la luz natural no llega a la butaca de un cine, ni aunque este sea al aire libre. La proyección toma vida en la oscuridad, cual vampiro amante de la noche. Vampirizado me siento en estos territorios. Máxime si el suburbano es mi elemento habitual de locomoción: de casa al metro y del metro al cine. Todo bajo techo. ¿Cuánto tiempo del día pasamos encerrados entre cuatro paredes y con luz artificial?
Llegado a este punto debo replantearme la relación con el astro rey. Claro que no me veo (en esta ciudad de Madrid) bajando a una plaza para sentarme en un banco y tomar el sol (con un libro iría), ya cuando iba a la playa no era amigo de tumbarme en la toalla, me bañaba y partía orilla adelante. Sus radiaciones nunca quemaron mi piel.
Para nada me arrimaré al sol que más calienta, pero a partir de hoy buscaré su luz. Y ahora que se avecina el verano, abriré el balcón (¡qué bonito sería tener una terraza!), así los rayos se expandirán por la casa, y con el torso al aire dejaré que me acaricie su vitamina (veinte minutos como máximo). Por supuesto, diré adiós al transporte público, la acera soleada marcará mis pasos, que no serán de penitencia porque tendrán un destino. ¿Las ciudades están pensadas para caminar? Mi ruta de norte a sur (de sur a norte) delimita el horario (las edificaciones sombrean su tránsito), y casi todos tienen una agenda marcada. Aleatorio es el mío, habrá días que más y otros que menos, pero le pondré voluntad.
“Te veo pálido —me comentó un amigo—. ¿Te pasa algo?”. No cabe más que rendirse, así retornará el color a mis mejillas. ¡Ay, vitamina D! Su déficit parece irrumpir como una moda, y tanto mal acarrea por defecto como por exceso. ¿Cuál es la justa dosis? Sea la ampolla mensual y mi propuesta de reconciliación con el astro solar lo que permita la dicha de una nueva floración. Se sabe que buenos son los cambios de aire, pero tampoco conviene tomar una cerveza fresquita en una terraza cuando el sol atiza sobre la mesa. Y con sus pros y contras, venga la vitamina del sol, a mordisquitos la tomaré, sin edulcorantes.
No te desvíes, José. Al tema, al tema. Reconduciendo: el examen médico se hace necesario. Máxime con los precedentes que ostenta mi ADN: unos progenitores que padecieron una enfermedad de larga duración (eufemismo para hablar del cáncer); súmese una colonoscopia motivada por unas heces sangrantes, así como haber superado el medio siglo. Factores, todos ellos, que aconsejan pasar por la consulta médica. Y cada dos años tengo la cita. Estoy, en lo que se llama, un grupo de riesgo.
Auscultaciones varias y la petición de analíticas. El trámite estaba cumplido: en una semana, las extracciones; siete días más tarde, los resultados. De ahí que dispusiese de un tiempo para equilibrar el cuerpo: una comida saludable, fuera azúcares añadidos y hasta luego bebidas alcohólicas.
Transcurrido medio mes volví a visitar a la doctora. Esta encendió al ordenador y comenzó a teclear: “bien, bien. Estás ahí, ahí. Un poco alta la alergia. ¿Has tenido alguna alergia?”. Yo qué voy a tener (es la primera vez que me trata, el médico con quien llevaba veinte años se jubiló y no me había encontrado tales males). Proseguía: “continúa con el régimen de comida que llevas. Es bueno”. Tiro de latas y congelados, no falta la pieza de fruta diaria ni el embutido y el pan siempre con masa madre. Concluyó: “estás falto de la vitamina del sol. Es lo que tiene Madrid y tanto edificio inteligente. No hay nada como una ventana por la que penetre el astro rey. Te vas a tomar estas ampollas, una al mes. Pasea, que te dé el sol, no te pongas protección y no salgas a las horas centrales del día. Por lo demás: todo bien”.
Con los papeles en la mano, transito la mirada por la hemoglobina, los leucocitos, los linfocitos y demás “citos”. Notables son las notas; la bilirrubina se dispara, y llegado al marcador de la vitamina D se torna catastrófico, apenas llego a 17 cuando los valores idóneos deben estar entre 30 y 100. Suspenso en toda regla. He aquí lo que se ha venido a denominar la vitamina del sol.
El Sol, el Sol. De inmediato los fotogramas danzan por mi mente. Ese parco rayito donde se arremolinan los pobres, los olvidados a quienes Vittorio de Sica concede un Milagro en Milán; y solo un minuto al día puede saborearlo Amparito Rivelles en La calle sin sol; durante la Revolución Francesa, la caída de la Bastilla supuso la llegada del astro rey a una callejuela en Un pueblo y su rey, de Pierre Scheller; la ciencia-ficción se vislumbra con una asfixiante penumbra oscura en Blade Runner, mas con una última mirada esperanzadora, sin embargo cuando el director Ridley Scott trazó su versión desapareció todo vestigio solar.
Ya se sabe: la vitamínica sustancia de la luz natural no llega a la butaca de un cine, ni aunque este sea al aire libre. La proyección toma vida en la oscuridad, cual vampiro amante de la noche. Vampirizado me siento en estos territorios. Máxime si el suburbano es mi elemento habitual de locomoción: de casa al metro y del metro al cine. Todo bajo techo. ¿Cuánto tiempo del día pasamos encerrados entre cuatro paredes y con luz artificial?
Llegado a este punto debo replantearme la relación con el astro rey. Claro que no me veo (en esta ciudad de Madrid) bajando a una plaza para sentarme en un banco y tomar el sol (con un libro iría), ya cuando iba a la playa no era amigo de tumbarme en la toalla, me bañaba y partía orilla adelante. Sus radiaciones nunca quemaron mi piel.
Para nada me arrimaré al sol que más calienta, pero a partir de hoy buscaré su luz. Y ahora que se avecina el verano, abriré el balcón (¡qué bonito sería tener una terraza!), así los rayos se expandirán por la casa, y con el torso al aire dejaré que me acaricie su vitamina (veinte minutos como máximo). Por supuesto, diré adiós al transporte público, la acera soleada marcará mis pasos, que no serán de penitencia porque tendrán un destino. ¿Las ciudades están pensadas para caminar? Mi ruta de norte a sur (de sur a norte) delimita el horario (las edificaciones sombrean su tránsito), y casi todos tienen una agenda marcada. Aleatorio es el mío, habrá días que más y otros que menos, pero le pondré voluntad.
“Te veo pálido —me comentó un amigo—. ¿Te pasa algo?”. No cabe más que rendirse, así retornará el color a mis mejillas. ¡Ay, vitamina D! Su déficit parece irrumpir como una moda, y tanto mal acarrea por defecto como por exceso. ¿Cuál es la justa dosis? Sea la ampolla mensual y mi propuesta de reconciliación con el astro solar lo que permita la dicha de una nueva floración. Se sabe que buenos son los cambios de aire, pero tampoco conviene tomar una cerveza fresquita en una terraza cuando el sol atiza sobre la mesa. Y con sus pros y contras, venga la vitamina del sol, a mordisquitos la tomaré, sin edulcorantes.
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