Por Esperanza Goiri
Foto: Esperanza Goiri |
Ya lo había leído en anteriores ocasiones, cuando era joven. Sin embargo, como suele ocurrir con frecuencia con las relecturas, la interpretación varía según las circunstancias personales. Una idea lleva a la otra, se conectan aspectos que aparentemente no tienen nada que ver. Unas líneas pueden deslumbrarte en un momento de tu vida. Años más tarde, la admiración vuelve a surgir, pero con un sentido diferente. Se mantiene la esencia, cambian los matices.
Fue lo que me sucedió esa mañana de primavera. Una conexión instantánea. Llevo tiempo pensando en confeccionarme un itinerario emocional. Como el del metropolitano de mi ciudad. Ese recorrido subterráneo (por aquello de que penetra en lo más íntimo y profundo de mis recuerdos y sentimientos) tendría sus paradas, sus cabeceras de línea, interconexiones, ampliaciones, hasta su estación fantasma. Amo la ciudad de Madrid. A medida que cumplo años, voy atesorando momentos y vivencias que experimento de nuevo cuando deambulo por sus calles y rincones. Cada uno de ellos representa un puntito en ese trayecto personal e intransferible que me pertenece exclusivamente. En el Paseo de la Castellana, cerca de Colón, alguien me dijo una noche que llevaba mi nombre escrito en su frente. En el Parque de Santander, una tarde de verano, mi madre me reconoció por última vez. En la Avenida de América me sentí como Rockefeller con la modesta nómina de mi primer trabajo en el bolso. En una conocida sala de copas de la calle Covarrubias rememoro algunas de las mejores noches de mi juventud. Todas y cada una de las veces que paso por delante de la clínica Belén, vuelvo a sentir ese indescifrable cúmulo de sensaciones, cuando una enfermera me dijo en el paritorio, mientras los médicos terminaban su labor, que había alguien que quería conocerme: un ser diminuto con un gorro blanco calado hasta las cejas. Siempre que transito por el subterráneo de Joaquín Costa veo de madrugada a unos recién casados, "disfrazados” de novios, circulando dentro de un pequeño Fiat azul marino en busca de descanso e intimidad. En una cafetería de la calle Almagro lloré frente a una bebida toda la amargura que me inundaba ante el recién y fatal pronóstico que le habían dado a mi padre. Podría seguir así horas y horas. Por eso, al leer el otro día los versos de Miguel Hernández que él escribió inspirado en sus propias vivencias, no pude dejar de apropiármelos. Aunque su existencia y la mía, no tengan nada que ver, yo, como él, siento que he dejado trozos de mi vida en las calles de Madrid. Ella, generosa, me los devuelve una y otra vez para que pueda reír, llorar, emocionarme… , revivir y detenerme en todas y cada una de las paradas de mi itinerario emocional.
Me ha emocionado (lo que ya sé que no es mucho decir en mi caso, pero gracias a tu texto puedo decir que por esta vez tengo un motivo justificado). Gracias.
ResponderEliminarGracias a ti, Teresa. Las dos somos de lágrima fácil (yo cada vez más) pero esa circunstancia, para mí, no resta ni un ápice de valor a tu emoción.
EliminarA mí también me ha emocionado. Me parece que has utilizado la dosis exacta de ternura sin caer en el sentimentalismo. También espero que en ese itinerario tengas una parada, que podría ser Palos de la Frontera, dedicada a unos excelsos compañeros de fatigas...
ResponderEliminarPor supuesto que Palos de la Frontera es una parada. De allí salieron dos prolongaciones: Tinteros y Diaristas. Espero poder seguir viajando por ellas durante mucho tiempo.
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