Un cuento para el verano

Por Juana Celestino



Ilustración de John Tenniel para la primera edición de Alicia en el País de las Maravillas (1865)


El 4 de julio de 1862 el matemático y escritor Charles Lutwidge Dodgson y el reverendo Robinson Duckworth daban un paseo en barca por el Támesis con las tres hijas pequeñas de un amigo, las hermanas Liddell: Lorina, Alice y Edith. El calor apretaba, las pequeñas se aburrían y decidieron arrimar la barca a la sombra de la orilla; fue entonces cuando Dodgson, sobre la marcha, dio rienda suelta a su fantasía con un relato donde la curiosidad de una niña la lleva a precipitarse por la madriguera de un conejo blanco. La historia gustó tanto a sus oyentes que la mediana de las hermanas, Alice, pidió que el cuento no se perdiera y lo fijara en el papel. Dodgson pasó toda la noche escribiendo un relato que tituló Las aventuras de Alicia en el mundo subterráneo y le regaló el manuscrito a la niña. Tres años después llegaron a las librerías los primeros ejemplares de, ahora sí, Alicia en el país de las Maravillas, firmado con el seudónimo de Lewis Carroll, ese científico, genio de las matemáticas y de los enredos de la lógica, maestro de las adivinanzas, inventor, pionero de la fotografía, y quién sabe cuántas cosas más.

A los diez años leí los dos fantásticos cuentos de Alicia, y los releí varias veces seguidas fascinada por el espíritu aventurero de esa niña, más interesada en las vicisitudes de la protagonista y en los estrambóticos personajes, que en las pres­ti­di­gita­cio­nes li­te­ra­rias absurdas. Entré en la madriguera con Alicia y, pasados los primeros sustos, vi que en ese país, o seguías el rollo, o una no pintaba nada allí, y me dejé maravillar por esa pandilla de tronados. Para los habitantes del País de las Maravillas no es extraño que haya escuelas bajo el mar, gatos guasones que sonríen, que las tartas se repartan y luego se corten, correr a toda velocidad para permanecer en el mismo sitio, que consideren muy pobre nuestra memoria porque solo funciona hacia atrás y no pueda recordar lo que pasará en el futuro, que se pueda crecer o decrecer, o se celebren los días de no-cumpleaños para recibir más regalos. Lewis Carroll, un mago del sinsen­ti­do, consigue cons­truir un re­la­to que es co­mo la mi­ra­da de un ni­ño: inocen­te, vacía de im­po­si­cio­nes ló­gi­cas, sin la ne­ce­si­dad de la bús­que­da de la cohe­ren­cia en el mun­do pa­ra con los de­más. O en pa­la­bras de Virginia Woolf: “So­lo Lewis Carroll nos ha mos­tra­do el mun­do tal y co­mo un ni­ño lo ve, y nos ha he­cho reír tal y co­mo un ni­ño lo ha­ce”.
Diez años después de aquellas primeras lecturas de Alicia, en la universidad volví a encontrarme con el autor, y de paso con su perpleja criatura, cuando en segundo de Filosofía el profesor de Lógica nos recomendó leer El juego de la lógica de Carroll. Este libro nos enseña la relatividad del lenguaje, donde las palabras tienen mucho más significado del que les damos, y la atención que debemos prestarle para evitar caer en sus trampas y que el lenguaje nos vuelva locos. Alicia nos muestra los errores y el desconcierto al que nos conduce el lenguaje cuando no lo usamos con cuidado. Hay que observar ciertas reglas, como Patachún cuando dice: “Si fuera así, podría ser; y si así fuera, sería; pero como no lo es, no es”. Lógico.
Casualmente, en estos días me he reencontrado de nuevo con Alicia y descubro otra historia, no solo la del viaje de una niña por un mundo fantástico donde se mezclan la realidad con los sueños y miedos infantiles, también el viaje de un escritor victoriano que juega a evadirse en el mundo del sinsentido de la rígida y moralista sociedad de la época que le tocó vivir. Una historia que habla sobre el crecimiento, sobre lo desconcertante, absurda y dolorosa que puede llegar a ser esta aventura. Un relato al que no le falta un representante del abuso de poder que, cuando no intenta cortarnos las alas, manda arrancar cabezas, como la sádica Reina de Corazones. Que a los ha­bi­tan­tes del País de las Ma­ra­vi­llas nosotros les re­sul­taríamos tan irra­cio­na­les como ellos a nosotros, y no po­de­mos juz­gar el “sin sen­ti­do” de las so­cie­da­des y vidas aje­nas des­de una pers­pec­ti­va que se establece a partir de nor­mas so­cia­les que se construyen y se nos im­po­nen co­mo reali­da­des ob­je­ti­vas ab­so­lu­tas.

Alicia nos enseña a fijarnos en cada detalle, palabra por palabra, a observar lo incomprensible, creciendo o decreciendo; nos empuja a cruzar al otro lado de las cosas, haciéndonos constantes preguntas, pues por debajo de lo que no entendemos hay mucho más, y puede que algún día, en otro momento de nuestra vida, descubramos algo nuevo de ese profundo desconocimiento.



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