Empatía



Por Marisa Díez

Ilustración de Christian Schloe

Lleva meses intentando plantar cara a una situación que le está provocando verdaderos quebraderos de cabeza. Hace unos días la encontré hecha un mar de dudas, sin saber a ciencia cierta cómo afrontar las consecuencias inevitables de un suceso inesperado. Me confesó haber echado en falta el apoyo de quienes creía fieles. Pero, en contrapartida, ha descubierto que más allá de lealtades inquebrantables de las que nunca dudó, también se ha cruzado con personas que le han sorprendido por su solidaridad. Ha extrañado a algunos que suponía incondicionales y, sin embargo, ha sentido el respaldo de quienes menos esperaba. Se llama empatía, le contesté mientras se afanaba en explicármelo, y consiste en la capacidad de ponernos en el lugar del otro y comprender su realidad por encima de nuestra propia visión personal.

Se había hecho estas reflexiones tras enfrentarse a una especie de caos que, por unos días, puso su vida patas arriba. No lo vio venir y tuvo que lidiar con la incomprensión de quienes la acusaron de no haber estado lo suficientemente alerta. Se sintió perdida y un poco abandonada, mientras intentaba poner orden en todo aquel desconcierto. El mero hecho de tener que superar una situación que consideró extrema, dejó al descubierto su vulnerabilidad. Hasta ese momento estaba convencida de ser fuerte, pero empezó a ser consciente de su absoluta incapacidad para luchar contra lo desconocido y, por momentos, se vio desbordada y exhausta.


Entonces recordó que hace algún tiempo, durante la noche, tuvo uno de esos sueños impactantes para el que se empeñó en buscar, sin lograrlo, un significado esclarecedor. Al llegar a casa de su madre, como cada día desde hacía años, la encontró vacía, sometida a unas repentinas obras que habían dejado todo manga por hombro. Parecía que la hubiese asolado un tornado o una especie de vendaval. Alarmada, había corrido a refugiarse en casa de sus vecinos, los de toda la vida, a quienes consideraba parte de su propia familia y donde aún reinaba el orden. Ellos le hablaron de una supuesta reforma y de que a partir de entonces todo sería diferente. Iba a necesitar un tiempo para amoldarse, pero tarde o temprano podría constatar cómo ese maremágnum que se había desatado serviría para arreglar lo que de repente estaba en ruinas.

Fue consciente de que, a menudo, los cambios sobrevienen en el momento más inesperado e inoportuno, que es conveniente prestar atención e intentar descubrir ciertas señales indicadoras, aunque tampoco existan demasiadas opciones para revertir el proceso cuando este ya ha comenzado. Y entonces entendió hasta qué punto había vivido en la ignorancia, apoyada en personas equivocadas o confiando en aquellos de quienes nunca recibió, ni de lejos, lo mismo que les ofreció durante años.

Empatía, le repetí. El vocablo en sí suena bonito y tampoco es tan difícil de llevar a la práctica. Intentar ponernos en la piel del otro ayudaría a que nos comprendiéramos mejor también a nosotros mismos, consiguiendo quizá tomar las decisiones adecuadas con bastante más tranquilidad y mayores posibilidades de éxito. El sólo hecho de admitir que nadie está nunca en posesión de la verdad absoluta nos añadiría un plus de conocimiento y un extra de tolerancia del que, sin duda, ninguno andamos sobrados.

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