Por Esperanza Goiri
Marilyn Monroe firmando autógrafos para sus fans en 1953. Foto: Milton Greene |
En uno de los capítulos de la magnífica serie inglesa The Crown, el duque de Edimburgo aprovecha el paso por Gran Bretaña de los astronautas norteamericanos Armstrong, Collins y Aldrin, para solicitarles una entrevista a solas. Los admira profundamente, tras seguir toda la aventura espacial por la televisión, y le ilusiona compartir con ellos una audiencia privada, sin testigos. Protocolo le concede un cuarto de hora que, a priori, le parece muy poco tiempo para conocer a semejantes fenómenos. Sin embargo, cuando los tiene delante, enseguida se palpa su terrible decepción ante las respuestas y reacciones de sus interlocutores. Más tarde comenta a alguien de su confianza que esperaba encontrar a tres seres excepcionales, no a unos hombres normales y corrientes apabullados ante las alfombras y lámparas de Buckingham.
En esa ocasión, el duque de Edimburgo se mostró expectante e inquieto como estaría cualquiera al conocer a alguien famoso. Pero olvidó un pequeño detalle que, tal vez, le hubiera evitado el chasco ante la conducta de sus héroes. No tuvo en cuenta que él mismo también era un personaje público. Como tal, ya había percibido, en otras situaciones, claras señales de desilusión en sus propios admiradores que esperaban encontrar a un digno representante de la Corona Británica y solo hallaron a un sujeto mal encarado y sarcástico. Obvió que detrás de cada celebridad hay una persona de carne y hueso. Como simples seres mortales, tienen malos días, padecen dolencias, pueden ser inseguros, ególatras, tiranos, simples, acomplejados… Incurrir en manías, supersticiones, cambiar de opinión, cansarse o ser infinitamente aburridos. Cada uno arrastra sus propias circunstancias y es imposible que encajen en las ideas preconcebidas que cada simpatizante tenga de ellos. Hay muchas papeletas para que pierdan en el cara a cara. Ya se sabe que las expectativas de los demás pueden ser un pozo sin fondo.
Nunca he sido mitómana. Me gusta separar la obra de la personalidad de los autores. No he ido jamás a una firma de libros, ni he esperado una fila interminable para conseguir un autógrafo o una foto abrazada a mis cantantes favoritos. En primer lugar, por ser una tímida irredenta y sobre todo porque me parece muy injusto exigir a alguien, por haber desarrollado algún don o talento, que sea admirable, encantador e infalible a tiempo completo. Habrá casos en que se produzca esa mágica conjunción entre persona y personaje, pero lo habitual es que, en la esfera privada, sean seres comunes y ordinarios. Que hablen por ellos sus obras, textos, melodías, letras y composiciones. Dejemos que vivan sus existencias como mejor puedan o sepan.
Hace unos años mi marido me sorprendió regalándome por mi cumpleaños unas entradas para un concierto en Palencia de uno de mis grupos favoritos: Los Secretos. Tras la actuación, roncos y cansados, nos fuimos al hotel. A la mañana siguiente, mientras cerraba la maleta, mi “santo” irrumpió en la habitación muy excitado para decirme que, por esas casualidades de la vida, la banda se alojaba en el mismo establecimiento y acababa de verla en la recepción haciendo el check out. Me animó a bajar y a sacarme con ellos una foto de recuerdo. Ante su sorpresa no lo hice. ¿Para qué? Todo lo que podían ofrecerme como artistas ya lo habían dado la noche anterior. Seguí recogiendo mi equipaje mientras me venía a la cabeza una estrofa de la canción Ojos de gata de Enrique Urquijo: “Comentó por ahí que yo era un chaval ordinario, pero cómo explicar que me vuelvo vulgar al bajarme de cada escenario”. Pues eso.
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