Por Juana Celestino
Conocí a Mafalda ya siendo adulta. Fue en casa de un compañero de COU; mientras curioseaba en su biblioteca descubrí la obra de Quino que pronto me fascinó con su poderosa imaginería visual y el rompedor discurso tan adelantado en el tiempo. De una sentada leí la colección completa con las aventuras de esta niña —que odia la sopa, tiene una tortuga llamada Burocracia, no soporta a James Bond y es fan del Pájaro Loco, hasta el punto de pedir a gritos que se le conceda un Óscar— recibiendo un soplo de aire fresco con su humor y sus verdades que forman todo un catálogo doméstico-social.
El genial Joaquín Salvador LavadoTejón, Quino, fue merecidamente galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 2014 “por sus lúcidos mensajes que siguen vigentes, por haber combinado con sabiduría la simplicidad en el trazo del dibujo con la profundidad de su pensamiento, y por el enorme valor educativo de su obra”. El padre de la universal Mafalda ha creado una de las obras más honestas que se hayan publicado, con una galería de personajes que representan diferentes arquetipos de adultos: Manolito, el materialista admirador de Rockefeller; Susanita, el ama de casa conservadora y conformista; el eterno soñador Felipe; Miguelito, otro soñador, pero muy ególatra y narcisista; la anarquista, crítica e incisiva Libertad; el ingenuo Guille. Todos ellos aún perviven; acompañan y complementan el mundo de Mafalda, esta pequeña filósofa que debería ser declarada en opinión de muchos (y también en la mía) Patrimonio de la Humanidad.
He recordado a Mafalda porque algunas librerías han expuesto el recopilatorio de sus andanzas con motivo de su 55 aniversario. Años revolucionarios aquellos 60 y 70, cuando miles de jóvenes idealistas trataban de cambiar y mejorar el mundo; ese fue el escenario de Mafalda, y desde ahí nos dejó importantes lecciones que hemos aprendido a lo largo de su vida. La editorial Lumen ha recuperado esta joya con la reedición de las tiras cómicas que vuelven a enraizarse en un presente donde siguen cobrando sentido. Mafalda ha regresado, en realidad nunca se había marchado, su espíritu ha permanecido latente durante varias décadas. Las viñetas de la irreverente, concienciada y encantadora Mafalda son todo un clásico que con los años van ganando en contenido.
La crisis, el paro o la corrupción están dando nueva actualidad al personaje. La situación político-social y lo que critica este icono atemporal desde hace más de cincuenta años es la misma y sigue teniendo vigencia para los más jóvenes. Con su personaje, Quino nos enseña a luchar por los derechos humanos, a trabajar por la paz mundial y, sobre todo, a no perder nunca los ideales. Mediante el humor sarcástico, pero a la vez inocente de una niña superdotada, Quino abordó problemas mundiales. Mafalda se da cuenta de algo muy peculiar, que todos los países subdesarrollados “viven cabeza abajo” e intenta resolverlo de una manera muy astuta: virando el globo terráqueo al revés; cree que al hemisferio sur se le caen las ideas por vivir cabeza abajo, pues se da la circunstancia de que siempre es el hemisferio norte el que mueve las fichas en el tablero internacional, lo que deja al sur en un segundo plano y en clara desventaja. Mafalda lucha incansablemente por lograr la paz y el desarme mundial identificándose con las Naciones Unidas y sus llamamientos a la paz; lamentablemente, también se da cuenta de que estas voces no son escuchadas. Los valores que predominan en las historietas son éticos, democráticos, ambientales y del respeto y reconocimiento del otro como sujeto social.
Destaca el papel de la familia. Raquel, la madre de Mafalda, dejó sus estudios para formar una familia, algo que siempre le reprocha su hija, defensora acérrima del empoderamiento de la mujer; como cuando al verla agobiada por las tareas domésticas le pregunta: “Mamá, ¿qué te gustaría ser si vivieras?”. El padre, que carece de nombre, trabaja como agente de seguros y su mayor preocupación es que a su familia no le falte dinero y disfrute de cierto ascenso social comprando un coche y un televisor. Quino ve a la familia como una comunidad donde están de más las jerarquías de poder: “En esta familia no hay jefes, somos una cooperativa”, responde Mafalda a un vendedor que llama a su puerta y pregunta por el jefe de la casa. Los jefes no deben existir en la familia, más bien debería estar formada por un conjunto de afectos donde uno escoge a quién amar y no se siente obligado porque así debe ser. La familia es compartir deseos, y en Mafalda residen los más grandes: los derechos humanos, la bondad como guía y, sobre todo, el humor.
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