Por Juana Celestino
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Chair Car (1965), de Edward Hopper |
Cuanto más envejecía menos le interesaba el futuro. Tenía algunos ahorros y una pensión decente, pero sus días eran de una pobreza existencial extrema. No es que el trabajo que había desempeñado a lo largo de su vida fuera algo del otro mundo y le dejara un gran vacío. Al contrario, había estudiado una carrera que no le importó ni mucho ni poco y toda su trayectoria laboral se podía resumir en reuniones interminables y horas de engorroso papeleo. A diferencia de sus compañeros, no vio en la jubilación forzosa una señal, el empujoncito que algunos necesitan para saltar a la siguiente etapa, la de recapitulación, y sentarse en su sillón favorito a reflexionar sobre el porqué de las cosas o a disfrutar del ocio y las aficiones. No era su caso. Ya había realizado todas las tareas convencionales —madurar, buscar trabajo, casarse, tener hijos—, y se le estaba acabando la cuerda. No esperaba nada de la vida. Las emociones de la juventud habían menguado sin ser sustituidas por otras nuevas. Ni tan siquiera la evocación de gratos momentos le servía de estímulo: aquel enamoramiento que cambió su vida ahora se presentaba en su memoria banal e impreciso; aquellas vacaciones exóticas, la carrera deportiva que ganó en la escuela… Recuerdos que “ya no me conmueven”, se sorprendió diciendo en voz alta mientras miraba por la ventanilla del tren. Quizá porque no se había implicado realmente en ello: se dejó arrastrar a un matrimonio impulsado y organizado principalmente por su pareja; por la misma razón conoció otros países, aunque siempre le dio pereza viajar, y puede que esa medalla deportiva la ganara porque sabía que su padre se sentiría orgulloso. En realidad, su vida había sido un continuo esfuerzo por encajar en unos parámetros familiares, sociales y laborales y no se molestó en pensar si se ajustaban a la clase de persona que era y a lo que deseaba.
De pronto reparó en que estaba de pie y abandonaba su asiento; con cierta parsimonia atravesó el vagón hacia la puerta de salida y la abrió tirando con fuerza. Había tomado una decisión, y un entusiasmo que no sentía desde hace tiempo sustituía ahora a su anterior indiferencia. El viento azotaba su rostro, dio un paso y vaciló, no por indecisión, sino para calibrar mejor las posibilidades de éxito. El paisaje que atravesaban le pareció demasiado llano para su propósito, conocía el recorrido y creyó conveniente esperar hasta llegar al desfiladero antes de entrar en el túnel; entonces lo haría. No se trataba de una fuga, sino la salida voluntaria de un escenario al que se había subido sin ser consciente de su consentimiento. Era un acto de libertad. Esperaba el momento idóneo para dar el salto, cuando la máquina de un bandazo le hizo perder el equilibrio y golpeó contra la puerta su cuerpo que rebotó hacia el exterior. Rodó por la despreciada llanura al tiempo que llegaba a sus oídos el estruendo provocado por el choque de trenes. Con tan solo algunas magulladuras y rasguños causados por la maleza, contempló con perplejidad el amasijo de hierros en que se había convertido su vagón.
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