Por Esperanza Goiri
Imagen: ddzphoto |
Mi edificio no tiene piscina, lo que podría calificarse de rareza ya que el resto de los colindantes, de la misma época, disponen todos de una. Personalmente no me importa, nunca me han atraído las piscinas y mucho menos las comunitarias. El caso es que tenemos vistas directas a dos de ellas. Cuando mi hijo era pequeño me daba pena porque, en verano, en muchas ocasiones le pillé pegado al cristal de la ventana observando las evoluciones acuáticas de los vecinos. Se parecía a esos niños que arriman sus naricillas al escaparate de una juguetería alejados de los tesoros expuestos por un frágil vidrio. Trataba de consolarle, con escaso éxito, argumentando que él disfrutaba durante unas semanas del mar Cantábrico que era infinitamente mejor. Medio en broma medio en serio, todavía se queja de esa carencia.
Es justo reconocer que, aun en plena temporada “piscinera”, al tratarse de dos comunidades pequeñas y cívicas, no provocan los ruidos e inconvenientes asociados a ese entorno. Así que durante el día me olvido por completo de su existencia. Sin embargo, admito que, en alguna tórrida noche estival, asomada a la ventana, me he quedado absorta observándolas. Las piscinas están separadas por un muro medianero, pero tienen casi el mismo tamaño y quedan paralelas. En la oscuridad, iluminadas por sus focos interiores, destacan como dos enormes ojos. Difieren en su color, una es de intenso turquesa; la otra, de un verde azulado. Al igual que las personas y animales con heterocromía, esas pupilas acuáticas producen un efecto inquietante y sugestivo al mismo tiempo. No soy la única atrapada por su influjo. En su contemplación, más de una vez he coincidido con un hermoso gato negro, uno de los muchos que viven en el solar próximo. Siempre llega solo. Tras saltar la pared, pasea majestuoso y elegante por el bordillo de la piscina hasta dejarse caer con indolencia en un punto concreto, al lado de una de las escalerillas. Ambos compartimos el espacio, próximos pero ajenos el uno del otro. Yo, dándole vueltas a esos pensamientos, a veces absurdos, que asaltan a los insomnes. Él, sumido en razonamientos gatunos, cualesquiera que sean. Los dos disfrutando de la tranquilidad nocturna y de la sensación de frescor proporcionada por el agua.
No sé si el próximo verano podré gozar de esos momentos. El terreno ha sido invadido por un ejército de grúas y los felinos han huido en busca de otro refugio. Una de las piscinas no ha sido protegida de las inclemencias del tiempo con la preceptiva lona. Su bonito color turquesa ha mutado a un siniestro tono negruzco. En las frías mañanas invernales, cuando levanto la persiana y la miro, no me extrañaría ver asomar de su interior a una rara y horripilante criatura acuática. También podría servir perfectamente para el rodaje de un thriller de esos que empiezan con un cadáver flotando en la piscina de una pacífica comunidad. Al margen de hipótesis descabelladas e inverosímiles, es evidente que algo ha fallado en el mantenimiento del agua y por cuestiones técnicas será inviable acometer la solución durante el invierno.
No obstante, a medida que pasan los días y compruebo su degradación siento un incómodo malestar. Es como tener un recordatorio tangible y doméstico de la preocupante realidad que nos rodea. En primavera la piscina será saneada y volverá a lucir su luminoso turquesa. ¿Y si al recuperar su color también se produjera, como sucede en los cuentos, una transformación del mundo? ¿No lo os creéis? La verdad, yo tampoco. Era por si colaba.
Ojalá fuera tan fácil como en los cuentos cambiar el mundo. Aunque ¿quién sabe?
ResponderEliminarComo muy bien dices: "¿quién sabe?". Lo cierto es que no hacemos gran cosa para cambiar ese mundo del que tanto nos quejamos (yo la primera).
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