La caja de botones


Por Esperanza Goiri

Imagen: Bluemorphos

El único suspenso escolar de mi vida fue en Pretecnología (de ese nombre no se podía esperar nada bueno). Cursaba quinto de la EGB y la señorita Pilar se empeñó en enseñarnos diferentes puntos de costura en una tela de panamá. En junio mi labor era un guiñapo atravesado por hilos de colores sin orden ni concierto. Ese verano, para recuperar, mi madre me puso a coser una hora al día en un paño nuevo. En septiembre fue presentado con orgullo torero ante la crítica mirada de la profesora. Me acuerdo perfectamente de sus palabras: “Goiri, bien, lo que se dice bien no está, pero le has puesto empeño”. Conseguí aprobar, pero juré no volver a tocar una aguja. El tiempo diluye esas declaraciones grandilocuentes. Cogerla sí la he cogido, no me ha quedado más remedio, aunque lo único que hago, si no bien, al menos decentemente, es coser un botón.

Los botones siempre me han gustado como objeto al margen de su utilidad. Tienen el poder de realzar o devaluar una prenda. Basta cambiarlos para que un vestido o una camisa parezcan distintos, sobre todo en estos tiempos en los que intentan que vayamos todos uniformados. Mi madre, cuando desechaba la ropa, siempre los descosía con cuidado y los guardaba en una caja para reutilizarlos. Algunos de su época son pequeñas joyas por la calidad de su material y la originalidad de su diseño. Ya no los fabrican así. Al cerrar la casa familiar heredé su caja de botones en la que metí todos los que yo había acumulado por mi cuenta. Pasé a tener superávit de botones. Ello implica buscar y rebuscar, fatigosamente entre tantas opciones, el modelo del tamaño, número y color requeridos. Así que el pasado Viernes Santo, ante una larga y tristona tarde de confinamiento, acometí la tarea de poner un poco de orden en ese maremágnum de formas y colores. Las tareas manuales siempre me relajan. Entre mis dedos se fueron deslizando los botones de pasta de trajes y abrigos paternos; unos azules, como gominolas, de un abrigo infantil con el que me sentía arrebatadora; los de las blusas de mi madre forrados en seda; unos de asta de las trencas juveniles; de madera con forma de coche de una chaqueta de mi hijo… los recuerdos asociados a esas pequeñas piezas fueron cayendo en tromba como la lluvia que mojaba Madrid.


Envuelta por la nostalgia los fui clasificando por material, tamaño o color en sus respectivas bolsitas. Antes de lo que había previsto la caja se fue vaciando. Iba a dar por finalizada la tarea cuando apareció un último botón pegado en una esquina. Lo moví con el dedo hacia el centro de la lata para verlo bien, era de un extraño y brillante amarillo limón. Desparejado, compacto, como un pequeño sol, destacaba sobre la superficie metálica. No me sonaba de nada ni pude asociarlo a una prenda. Único en su género, por textura y color, al igual que esas personas con luz propia, distintas e inclasificables que no encajan en ninguna categoría. No merecía ser embolsado ni olvidado. En un impulso, influenciada por las circunstancias que vivimos, decidí su destino sobre la marcha. Confeccioné, sin dar puntada, un marcapáginas de tela, cartón e hilo de seda del que pende el luminoso botón. Así cuando esté sumida en otras realidades, otros mundos, por cortesía del autor del libro que tenga entre manos, al mirarlo nunca olvidaré los acontecimientos que ocurrieron en esa tarde de reclusión del Viernes Santo de 2020, más Viernes de Dolores y de Pasión que nunca. Por todos los que se han ido, por todos los que nos quedamos.

2 comentarios:

  1. Amarillo limón, con ese sabor amargo que tienen los limones, que recuerda al momento actual. Bien elegido el botón.

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    1. La verdad es que fue el botón el que me eligió a mí. Pero sí, la amargura de todo lo que está pasando no se nos va a olvidar fácilmente. Gracias por tu comentario.

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