Por Marisa Díez
Imagen: María Pedreda |
Esta mañana, en el hospital Zendal de Madrid, dos mujeres se acercan nerviosas a la entrada. Una de ellas tiene cita para vacunarse y su amiga pretende a toda costa acompañarla durante el proceso. Cuando le indican que debe permanecer en el exterior, se escucha un “qué pena” y un “mucha suerte” que la mujer acierta a pronunciar casi entre sollozos. Entonces, las dos se funden en un abrazo intenso, como si esa media hora escasa que transcurrirá hasta reencontrarse fuese una eternidad, y no el tiempo mínimo necesario para llevar a cabo la vacunación. Pero ellas se abrazan como si no hubiera un mañana y yo intuyo las sonrisas cómplices de todos los que observamos la escena, escondidas bajo nuestras mascarillas. Otra vez se me nubla la vista y ese nudo en la garganta amenaza con ahogarme. Hace sólo tres días que recibí mi primera dosis y desde entonces paso de la risa al llanto con total facilidad.
Y es que, cuando aquel mágico mensaje parpadeó en mi móvil, las horas empezaron a transcurrir con una lentitud pasmosa. No veía el día de sentarme a recibir tan esperado pinchazo. Llegado el momento, sentí claramente esa especie de elixir traspasando mi piel. Este bicho va a seguir dando guerra un tiempo más, pensé para mis adentros. Pero como estaba pletórica, abandoné todo pensamiento negativo. A continuación me dirigí a la zona que me indicaron, con una sonrisa de oreja a oreja, donde esperé los diez minutos de rigor para prevenir cualquier reacción adversa. “Vamos a por ti, maldito virus, y vamos a vencer”. Me pareció que algo similar pensaban todos los que allí esperaban en silencio, enfrascados en sus móviles; apenas se oía un susurro. Sin embargo, a mí me dio por reír. A carcajadas. Y no podía parar.
De haber sido posible, hubiera llenado de besos a todos esos ángeles de la guarda que administran las vacunas a diestro y siniestro, por aquí y por allá, sin pausa, pero sin prisa. Hubiese querido poder explicarles lo que sentía, el agradecimiento eterno a su dedicación, pero no me salieron las palabras. Sólo acerté a dar las gracias una y otra vez. Y entonces recordé la angustia, el miedo, la sinrazón…
Como si se tratara del tráiler de una película de ciencia ficción, visioné con claridad al abuelo que, desde su terraza, cada tarde a las ocho en punto, nos daba la señal para comenzar los aplausos. Reviví las mañanas de encierro buscando un rayo de sol que se filtrara por la ventana. Las colas interminables y silenciosas en los hipermercados. Las imágenes de hospitales en frenética actividad y las morgues colapsadas. La inquietud e incertidumbre que se adivinaba en las miradas. Y más tarde, la primera vez que vi a mi madre, cuatro meses después. Esa impotencia al no poder apenas tocarla. Y los que se fueron. Por encima de todo visioné a los que ya no están. Recordé a Rosa, de quien no pude despedirme, a pesar de conocerla de toda la vida. A Esperanza, que perdió a su hermano de manera absolutamente inesperada. A Charo, que pasó los primeros días de la pandemia ingresada en el hospital, con el miedo incrustado en el cuerpo y en el alma. Y a Manolo, a Vicenta, a Javi, a Fernando…, tantos nombres propios, conocidos y ajenos, que dieron la batalla con diferente fortuna. Sí, ahora el fin de la proyección está más cerca, pero todavía nos resta por leer los títulos de crédito.
Aún tardaré al menos tres semanas en recibir mi segunda dosis y ya estoy haciendo planes para cuando se muestre en la pantalla el ansiado the end, cual vieja película de cinemascope. Espero que tan soñado pinchazo sirva para recomponer un poco mi maltrecha salud mental. Y aunque me lance a repartir sin tregua todos los abrazos contenidos durante este último año, sé con seguridad a quiénes voy a dirigirlos, de la misma manera que tengo claro los que bajo ningún concepto los recibirán. Llegado ese momento espero haber sido capaz de controlar tanta emoción absurda y desbordada, que tampoco me parece de recibo dejar escapar la lagrimilla por un simple achuchón en el Zendal.
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